Que no. Que no quiero
verlo, tu novio nuevo –le dije a mi sobrina en aquella ocasión. A ella se la
veía ilusionada, y a mí: preocupado por la rapidez con que mi sobrina
completaba los ciclos amorosos en un santiamén. ¿Por qué? –me preguntó,
obligándome a regresar a lo inmediato y real de la pronta aparición del
muchacho. Porque no quiero tener que desengancharme una vez más –le respondí,
aunque no fueras estas mis palabras, sino: Porque no. Para no estar basta con
irse. O con no llegar a tiempo. Mi sobrina, sin embargo, apaciguó mi rabia con
un beso. Un beso tierno en la mejilla rompió mi resistencia. Con ese beso me
devolvió a meter en su vida, en la cual yo era también, como su novio y la
decena de novios precedentes y los regalos de cumpleaños que le hacíamos,
momentos y circunstancias no memorables de la misma. Y era dulce, placentero,
al menos para mí, sentirse así. Irrelevancia. Contingencia. Mojón de carretera
en una de tantas como había en el mapa de su vida. Continuación y no
renacimiento, como a diario me forzaba a experimentas mientras todavía yo era
joven y ver crecer a mi sobrina y a mis hijos y a la gata que nos regaló don
César, tapaba el hecho más que probable de ser yo, en realidad, quien menguaba:
como las cuentas de ahorro: para ir tirando mientras tanto.
Un día –mas hará de esto
varios meses, de modo que mi memoria puede andar algo alterada, rehecha hasta
el extremo de presentarse del todo favorable, lo cual es el mejor aporte de la
memoria y no convertirte en un concienzudo archivero de ti mismo- me perdía de
vinos con los compañeros en la terraza de la Tapería. Bebíamos. Charlábamos. Nos
aburríamos con la alegría de lo repetido, cuando, por arte de birlibirloque,
porque el Trilero Cándido nos mueve a su antojo, descubrí a una hermosa
desconocida sentada a mi vera. Esta es A. –me presentó B., amigo por separado
de ambos, como así ocurre modernamente en eso de la redes sociales. Seguimos bebiendo,
charlando, aburriéndonos hasta el momento en que los compañeros, en lugar de
acudir como en los versos de César Vallejo, se fueron retirando, víctimas
tempranas del hastío. Al cabo, en la terraza sólo quedábamos A. y yo a fuerza
de un azar tan objetivo como involuntario por nuestra parte. Pero era tan tarde
que la taberna se cerraba y hubimos de marcharnos. -¿Vienes a casa? –me preguntó
A. agarrándose a mi brazo y dejando reposar su cabeza sobre mi hombro. Claro –le
respondí y tan juntos fuimos a coger un taxi, que ya nos esperaba así todo
estuviese escrito. De repente me paré. Nos paramos los dos en mitad de la
plaza, a la misma distancia de los camareros sonrientes por el final que
imaginaban y el taxista satisfecho por la carrera a la vista. Y estando parados
cambié mi decisión (o estropeé la de ella, junto con las ilusionadas esperanzas
de camareros y taxista). Me quedo –dije. ¿Por qué? –me pregunto con inquietud A.
Porque si voy, a lo mejor me gusta –le respondí. No te entiendo –me contestó-
Ni yo, pensé, pero en lugar de eso le confesé: A lo mejor me gusta y me
engancho y yo no quiero volver a engancharme en nada.
No conviene, leí en
alguna parte, convocar demonios a los que no puedas dominar. Sobre todo a esta
edad mía, tan alejada de sus comienzos, cuando ya todo tiende a desengañarte. Es
lo malo de la experiencia. Lo peor de guardar una memoria decidida a mostrarte
su predilección por tus arrepentimientos. No, la memoria sólo se vuelve
favorable cuando desaparece. Y esto no llega a ocurrir nunca, pues es ella
misma quien se encarga de mostrarte, a lo que le convenga, el mayor de todos
tus constantes incumplidos: olvidarte de ellos. Porque entonces ya estás muerto.
Y entonces, ¿qué ha de decir un muerto?,
nos inquiere saber Luis Cernuda.
A Ch.
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