Los vinos de España, ¿son
sintagmas larvados de la desunión nacional? Recuérdese: los anarquistas
patrios, individualistas y/o internacionalistas sin parangón, detestaban vinos
y licores por tenerlos así el opio del pueblo, a pachas con la religión –donde
el vino tinto es la sangre de cristo y el blanco las lágrimas derramadas de
María, su madre-, hasta que, como previera el poeta Roque Dalton, ya fuese el
opio el opio del pueblo. Tanto como que franco, a imitación de la Alemania
hitleriana entonces tan a la page, pretendiera unificar España a través de la
cerveza. Ordenó, consta, que en todas las provincias se levantara una fábrica
de ese bebida rubia, aria sin duda, cuya espuma blanca simbolizaría la paz de
franco, su paz. Mas, como es sabido que el gallego no meaba bien, pronto se
descuidó del proyecto y surgieron decenas de marcas de cerveza que continuaron
dividiendo a la población restante; la provincializó hasta la resurrección
imperialista de la Mahou cinco estrellas, aunque esto ocurriera a la postre, en
años de la Gloriosa Transición, curiosamente.
Rioja, Albariño,
Priorato, Montilla, Penedés, Toro, Cariñena, Rueda, Valdeorras, Jumilla,
Chacolí, Jerez, Ribera, Manzanilla, Moriles, Ribeiro, Valdepeñas... la
denominación de origen (un eufemismo) prevalece sobre la mismidad del vino,
imposibilitando, a todas luces: las que se pierden bebiendo, la creación
imaginaria del Vino ibérico como sustrato simbólico de la realidad nacional.
Decantarse por un Rioja
no supone, ¡claro!, ser de Logroño o de Calahorra; como beber Albariño no
apaisana con el señor Rajoy ni por darle a la fresca Manzanilla se llega a saber
bailar las sevillanas, o por gustar del Penedés, hacerlo igualmente de la botifarra
an mongetes. El señor no lo quiera. Yo mismo, que soy granaíno tout court, aborrezco
del Malafollá y elijo, siempre que me da el peculio (y si no: hago un esfuerzo),
un Ramón Bilbao (homenaje a mi amiga Es-ther), ya lo acompañe con morcilla de
Ronda o, por navidad es nuestra costumbre, con botifarra cocida al cava y luego
pasada por la sartén previamente refregada con un buen aceite jienense. El maridaje
lo hace el estómago, que no conoce patrias ni regiones ni pamplinas por el estilo.
Sin embargo, es la verdad más grande que la tierra tira más que los bueyes, al
menos –y aunque sueno grosero y algo machista, me excuso- si no hay unas buenas
tetas cerca. Y poco a poco, como lo diría Vicente Huidobro, pronto uno se acostumbra y hasta siente cierta
ebriedad... a causa del Rioja, el Albariño y hasta por el muy lejano y pérfido
Gin de Albión.
A este punto es cuando
uno advierte que no es igual. Que no es la misma borrachera la de Cariñena, de
Pitarra (Momingo), Montilla o, a vueltas, con la de Rioja. Pero no por el color
del cristal con que se mira, sino por vaciar el cristal con buen criterio. Lo cual
sí que provoca un sentimiento a favor de la independencia de ese estado recién
cobrado. Según de qué venga uno a encontrarse lo feliz que así se encuentra,
estaría uno dispuesto a votar lo que sea. Luego, es verdad, llegan las resacas,
que tampoco son iguales. Pero esto ya depende del hecho de haber votado y no
por haber bebido. Que el vino, ¡vive dios!, no tiene culpa de nada. Como el
tomate tampoco la tiene de que, estando tranquilo en la mata, llegue un hijo de
puta y lo meta en una lata y lo mande pa Caracas.
Si no me creen, harán
bien, pero por si acaso, lean antes el prólogo de Carlos Barral a La leyenda
del Santo bebedor de Joseph Roth. Una gozada embotellada por Anagrama.
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