Poco escapa a la
escritura. Las escrituras –pues son en realidad innúmeras- nos han ido cercando
de manera tan callada y silenciosa –aunque decirlo así resulte paradójico- como
efectiva y terminante. Lo que empezó –probablemente, que de nada estoy seguro
si antes no lo leo- guiado por la vana pretensión de acercarnos hasta más allá
de nosotros mismos en la constancia del tiempo, terminó por transformarnos en
seres aislados dentro de un espacio de falsa comunión, si sólo está escrito, es
en el papel que no pisamos. Se dice de los archipiélagos: conjunto de unidades
–islas, triste palabra- unidas por aquello mismo que las separa: el mar. Pero
para dar cuenta fiable de ese conjunto hay que alejarse nunca lo suficiente,
mirarlo tan desde arriba, que entonces la vista ya no lo alcanza. Sólo así todo
se llega a tener por uno en mitad de la nada. En tal posición hay,
necesariamente, que volver a la escritura para recuperar la proximidad, para
que los otros sepan de nosotros, de dónde estamos y en dónde se quedaron ellos.
Avisando, toda escritura lo lleva implícito, que no habrá pérdida para el
viajero si antes de salir de viaje el viaje está cartografiado. Cartas nos fueron venidas... El resto es
acusar recibo. Contestar la carta con la carta. Escribir, con el consecuente
peligro de que, inocentemente, deshelándonos, abriéndonos no hagamos otra cosa
que hacer subir el nivel del mar.
El Gallego: Mais, mire
usted, don Amargao, si no es que al Hombre Invisible le pierde su afán de ser
reconocido como tal.
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