Iba distraído. Callejeaba. Hacía mi
tiempo de no ir a ninguna parte. Probablemente, esperaba que el semáforo me
diera paso. En eso, alguien se me acercó por la espalda y le oí preguntarme:
“Perdón. ¿Me podría indicar dónde queda la calle Buen Suceso?” Continué con la
cabeza gacha. Miraba el suelo. Los hombrecillos de los semáforos siempre me han
causado un pavor grande por la autoridad que representan. Pero sí. Sí podía
indicarle al desconocido cómo llegar a Buen Suceso. Yo mismo vivía allí, en el
número 9. Nada más acabar la Guerra, mi padre se hizo con todo el edificio,
que, no mucho antes, pertenecía a un enemigo, fusilado, y a su familia, su
mujer y dos chiquillos que aún tardarían bastante en comprender por qué los
expulsaban de su casa y los obligaban a marcharse lejos, tan lejos como está
Barcelona de aquí. Pero permanecí en silencio. Sólo cuando el semáforo nos
abrió el camino, pude pronunciar:
“Sígame”, y lo conduje hasta mi calle, mi casa, y una vez en el portal,
saqué las llaves del bolsillo y se las entregué. No nos hablamos. Entre
nosotros no hacía falta. Era mi padre quien le debía una explicación.
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