martes, 18 de marzo de 2014

OLVIDO A CIEGAS



Conocí a Leopoldo, sí, pero no quiero hablar de él. Juntos, pasamos buenos ratos que ahora parecerían inventados. Y a lo mejor lo son, pero, en cualquier caso, fueron nuestros ratos y la memoria no es nadie para desmentirlo.

La memoria es demasiado ahorrativa. Tanto esconde como tanto muestra. Y hay que hilar de una historia a otra. Trazar el continuo que tanto detesto. Además, Leopoldo aparecía y desaparecía como las bolas en los cacharritos de los trileros. Tal y como escribía. Deshilvanado. A saltos. De forma clandestina, pues en todos y cada uno de sus poemas oculta una culpa que valdría para condenarlo eternamente al infierno. No tenía remedio, Leopoldo. De modo que su muerte era un asunto de a diario. No, no es que haya ido muriéndose día a día, eso es cosa de cualquiera. Más bien que lo aplazaba, lo dejaba para mañana. Justo cuando ya no es preciso porque vives a medias olvidado. Y es que Leopoldo era insoportable. Sólo cabía quererlo. Pero echarlo de menos: nunca. Leopoldo tenía algo de oscura golondrina y es capaz de volver cualquier primavera en la que aún crezca la nieve.

Tenle preparado el queso, me dice T, que lo trataba, en el fondo, mejor que yo.

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