Conocí a
Leopoldo, sí, pero no quiero hablar de él. Juntos, pasamos buenos ratos que
ahora parecerían inventados. Y a lo mejor lo son, pero, en cualquier caso,
fueron nuestros ratos y la memoria no es nadie para desmentirlo.
La memoria
es demasiado ahorrativa. Tanto esconde como tanto muestra. Y hay que hilar de
una historia a otra. Trazar el continuo que tanto detesto. Además, Leopoldo aparecía
y desaparecía como las bolas en los cacharritos de los trileros. Tal y como
escribía. Deshilvanado. A saltos. De forma clandestina, pues en todos y cada
uno de sus poemas oculta una culpa que valdría para condenarlo eternamente al infierno.
No tenía remedio, Leopoldo. De modo que su muerte era un asunto de a diario. No,
no es que haya ido muriéndose día a día, eso es cosa de cualquiera. Más bien que lo
aplazaba, lo dejaba para mañana. Justo cuando ya no es preciso porque vives a
medias olvidado. Y es que Leopoldo era insoportable. Sólo cabía quererlo. Pero echarlo
de menos: nunca. Leopoldo tenía algo de oscura golondrina y es capaz de volver
cualquier primavera en la que aún crezca la nieve.
Tenle preparado
el queso, me dice T, que lo trataba, en el fondo, mejor que yo.
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