¡Qué
suerte la de los muertos! que no se mueren.
La sabiduría
del viejo Roussel –Raymond Roussel, como Bon, James Bond, una broma pesada-
asombra al mundo entero. De Algeciras a Estambul y desde Buenos Aires a
Singapur, vienen gente de distinta condición –morenos, de pelo rubio y
pelirrojos, por abreviar- a consultar al viejo Roussel por el asunto que les
concierne. A todos y a cada uno responde el viejo Roussel con grande acierto,
pues tal es su fama, que nadie se lo discute.
cervecería Santa Ana |
El viejo
Roussel vive en la cima inaccesible que hay cogiendo de la carretera del mar. La
montaña es fácil encontrarla. No tiene pérdida. De un modo que los ingenieros
no pudieron solventar, irrumpe repentinamente en la carretera de la playa. Y de
paso, obliga a dar un interminable, incluso a aquellos que llevan el bañador
puesto. Algunos los intentan, más no tardan ni poco ni mucho ni tampoco lo
suficiente, en terminar agotados. Entonces es cuando exclaman:
¡Ah!,
qué grande ha de ser la sabiduría del viejo Roussel que así se interpone en
nuestro camino.
Suben,
pues, a la montaña como quien va a por agua. Arriba les espera el viejo Roussel
como los del campo esperan que caiga el agua: sin esperanza. En consecuencia,
el encuentro surge en cualquier lugar y momento, y ahí están, frente a frente,
el viejo Roussel y aquel que lo buscaba.
Maestro,
¡qué suerte la mía!, se alboroza el montañero, que por subir la montaña en
bañador, lleva todo el cuerpo malherido.
¡Qué
suerte la de los muertos! que no se mueren, le contesta el viejo Roussel, a
quien ya nada le extraña.
Un aire
fresco los envuelve. Se reanima el que por subir cuesta arriba la montaña, se
asfixiaba. Y en todo esto que les cuento, no hay que ver si no lo contento que
ahora baja.
No hay comentarios:
Publicar un comentario