jueves, 27 de marzo de 2014

LO GOTÍCO



¡Qué suerte la de los muertos! que no se mueren.

La sabiduría del viejo Roussel –Raymond Roussel, como Bon, James Bond, una broma pesada- asombra al mundo entero. De Algeciras a Estambul y desde Buenos Aires a Singapur, vienen gente de distinta condición –morenos, de pelo rubio y pelirrojos, por abreviar- a consultar al viejo Roussel por el asunto que les concierne. A todos y a cada uno responde el viejo Roussel con grande acierto, pues tal es su fama, que nadie se lo discute.

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El viejo Roussel vive en la cima inaccesible que hay cogiendo de la carretera del mar. La montaña es fácil encontrarla. No tiene pérdida. De un modo que los ingenieros no pudieron solventar, irrumpe repentinamente en la carretera de la playa. Y de paso, obliga a dar un interminable, incluso a aquellos que llevan el bañador puesto. Algunos los intentan, más no tardan ni poco ni mucho ni tampoco lo suficiente, en terminar agotados. Entonces es cuando exclaman:

¡Ah!, qué grande ha de ser la sabiduría del viejo Roussel que así se interpone en nuestro camino.

Suben, pues, a la montaña como quien va a por agua. Arriba les espera el viejo Roussel como los del campo esperan que caiga el agua: sin esperanza. En consecuencia, el encuentro surge en cualquier lugar y momento, y ahí están, frente a frente, el viejo Roussel y aquel que lo buscaba.

Maestro, ¡qué suerte la mía!, se alboroza el montañero, que por subir la montaña en bañador, lleva todo el cuerpo malherido.

¡Qué suerte la de los muertos! que no se mueren, le contesta el viejo Roussel, a quien ya nada le extraña.

Un aire fresco los envuelve. Se reanima el que por subir cuesta arriba la montaña, se asfixiaba. Y en todo esto que les cuento, no hay que ver si no lo contento que ahora baja.

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