El
número de ángeles es finito y constante. Hay, pese a ello, ángeles interinos
ocupados en labores menores, como la distribución de octavillas con los
cánticos al señor, renovados a diario, pues no falta día en que no muera un
poeta y un músico en algún lugar del universo. Esta interinidad angelical de
los cadáveres más hermosos y puros, escogidos preferentemente entre los jóvenes
que caen en las guerras y en los accidentes de tráfico, es lo que permite a los
ángeles de carrera seguir dedicándose a la guarda y custodia de los humanos.
Venía
previsto desde su fundación, que cada humano dispusiera en vida de su ángel de
la guarda, y la paridad se mantuvo a lo largo de los siglos. Si la población
terrestre crecía de forma inopinada, bastaba un ligero ajuste –una pandemia,
una contienda generalizada, la proclamación de una nueva ortodoxia que excluía
del beneficio del ángel de la guarda a etnias enteras- para restablecer el
debido equilibrio. Pero, en la actualidad, la situación parece complicarse y a
ser alarmante. Los humanos se multiplican sin cesar y a su costa, y por el
contrario, el número de ángeles permanece inalterable.
Como
los ángeles poseen el magnífico don de la ubicuidad, la factibilidad de estar
en varios sitios a la vez sin por ello verse mermados en sus facultades, en principio
el problema se creyó solucionado al eliminar la exclusividad. Se pasó de un
ángel de la guarda y su pupilo, a un ángel y su cuadrilla. Eso bastó unos años,
pues, además, los ángeles podían delegar. Una vez formalizada la cuadrilla,
establecían un escalafón de méritos y así, el que más arriba estaba se encargaba
de la guía directa de su inmediato inferior, quien a su vez... etcétera. No era
todo lo indicado que se debía, pero sí suficiente. Los humanos son tan
influenciables. Como el pan, que lo mismo le da contagiarse del sabor, el aroma
y la textura del caviar, la mermelada, un paté de oca o las escurridizas cremas
de cacahuete y la nocilla.
Mas
la población, ¡Ay!, siguió creciendo de manera harto desmesurada y ya amenaza
con desbordarse, como las aguas en primavera. Algo con lo que dios no contaba y
que está creando un profundo malestar en la plantilla celestial. Un ángel a
cargo de mil, dos mil, tres mil terrestres, resulta del todo ineficaz. Mil, dos
mil, tres mil terrestres malamente atendidos por su ángel, constituyen, sin
duda alguna, un grave riesgo para los demás. Razones, pues, para vivir alarmados,
temiéndonos lo peor, no faltan.
En las
octavillas que, de uno y otro lado, reparten los ángeles menores y los humanos
más viejos, puede leerse la última canción que se ha de escuchar antes del fin
del mundo:
Y si el cielo se encuentra nublado,
no se ve relucir una estrella
los motivos del trueno y el rayo
vaticinan segura tormenta.
Y
son, y son unos fanfarrones...
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