Pues sí, no es mala pregunta. Y armado
de grabadora, mi moleskine (falsa, regalo de un Banco sin pedigree) y un lápiz
de madera (el plástico me produce urticaria), me eché a la calle predispuesto a
transformar esa reflexión intelectual del escritor amigo de Enrique Vila-Matas
en una encuesta, cuya cuantificación (de joven asistí a las clases de Jesús
Ibáñez) sería, en sí misma, suficiente para desmontar cuantas interpretaciones
meta-artísticas han pergeñado los críticos desde la afamada intervención de
Marcel Duchamp en el Armory Show.
Ya en la calle, tropecé con una mujer
–entre treinta y treinta y cinco años- cargada con la compra.
-Señora –me interpuse en su camino sin
ningún miramiento- ¿me permite una pregunta? –Y sin darle tiempo a decidir si
yo era un simple idiota o un idiota contratado por una empresa de marketing, le
solte: -¿Usted pondría un urinario firmado en el salón de su casa?
-Claro que sí, y el papel higiénico con
el texto completo del Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa. Es que soy muy
devota del portugués.
No era mal comienzo, pero me había
encontrado con una intelectual cínica a quien, con seguridad, encargarse,
también, de las faenas domésticas la ponía de los nervios.
Pero no me desanimé. Me fijé enseguida
en un jovencito con El País bajo el brazo, y repetí el asalto.
-No sé de qué me habla –me contestó
luego de pedirme fuego para su cigarrillo, no debo exagerar- El periódico lo
compro por tener con qué liar el bocata.
Vaya, pensé mientras devolvía el
mechero al bolsillo, esto me pasa por vivir en un barrio de modernos. Así que
me despedí del Barrio de las Letras, tan famoso por sus bares de vino a tres
euros y sus museos, y me dirigí hacia Lavapiés dispuesto a no darme nunca, jamás
en la vida, por vencido.
De mañana, Lavapiés presenta un
aspecto que bien lo pudiera seguir describiendo un Benito Pérez cuyas filias
culinarias no fuesen más allá del cocido madrileño. De modo que escogí para mi siguiente
sondeo a una castiza pareja de viejecitos que tomaban al sol en un banco de la
plaza.
Cuando les pregunté, el viejo se hizo
el sordo, a su edad se lo tenía ganado. La vieja, por el contrario, se avino
amablemente a explicarme que vivían en una casa de treinta metras. Que hasta
unos años –no tantos, concretó- debían excusarse en el retrete comunitario. Pero,
cuando se casó nuestro niño, pudimos hacer un pequeño cuarto de baño, con su
taza, su lavabo y hasta su plato de ducha en un rinconcillo del
salón-comedor-dormitorio. Y no vea usted, joven, lo satisfechos que estamos.
No sé que decía sobre el nombre de un
tal Roca grabado en la loza, porque, para entonces, ya me huía de su cháchara,
como si en lugar de haberla encuestado, le hubiera robado el monedero en una
astuta acción de comando.
Tratando de disimular lo más posible,
Lavapiés está casi siempre ocupada por los maderos, subí por Ave María hasta la
zona limítrofe de Magdalena y Antón Martín, donde en tiempos tuviera piso
propio el ínclito aborrecible Agustín de Foxá, y me pareció reconocerlo en un
muchacho atildado con camisa azul celeste bajo una elegante chaqueta de cuero
negro. A él me dirigí:
-Agustinito, hijo, ¿tú pondrías un
urinario de autor en tu despacho de Cónsul bananero?
Sería casualidad, pero no pareció
mosquearse por la excesiva confianza con que le hablaba. A lo mejor era que se
llamaba Agustín, como García Calvo, y pensaba que el habla directa es un hecho
natural.
-Mira por donde, Joan Manuel –últimamente
hay quien me confunde con Serrat-, la única respuesta que nos queda contra el
mundo, es la brevedad. Luego, si recibes, comes y cagas en el mismo espacio, no
veas tú el tiempo que ahorras.
-Vale, tío, te invito a una caña –que no
aceptó porque iba con bulla.
Puede que ustedes no vayan a estar de
acuerdo conmigo, pero, y me remito a los hechos, la mañana me estaba resultado
productiva. Bueno, seguía sin resolver el enigma que en principio me planteara,
pero, a cambio, descubría que el mundo rebosaba de críticos de arte con mucho
que decir.
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