¿No será que han percibido la verdad
más banal? ¿Que el aburguesamiento continuo y persistente del proletariado (por
valernos de la nomenclatura clásica) era lo que en realidad estaba a las
puertas de acabar con la cultura burguesa del Capital? ¿Que la lógica del
reparto controlado característica de la Sociedad del Bienestar amenazaba con más fuerza que la tan otrora
temida Revolución Proletaria la primera y única regla inamovible del Capital:
su acumulación? ¿Que, pese a los ejemplos o gracias a ellos, triunfaba el
primer sueño de La noche de los proletarios: hay pocos entre los más revolucionarios que hayan soñado, en un momento
u otro, con hacerse patrones, y más de uno lo ha logrado (Jacques
Rancière)? ¿Que el consumo ya no basta para recuperar ese Capital tan
espléndidamente repartido? A fin de cuentas, pues las cuentas siempre cuadran,
la Revolución Proletaria acabó en Capitalismo de Estado, la mayor acumulación
de Capital en el menor número de manos,
y, en cambio, la rápida extensión de las clases medias promovida por y
en la Sociedad del Bienestar dividía la Propiedad en multiplicidad de pequeñas
propiedades y la Individualidad (reguardada en los arquetipos psíquicos) en
Individuos con la sola dependencia de las pastillas. Todo ello en proceso una
vez confirmada la inviabilidad de un Progreso sin final, interminable, lo cual
hizo imprescindible –cuestión de sobrevivencia de los más vivos- reconducir el
capitalismo de creación, productivo, a la condición natural y siempre
recurrente (como un mal sueño y la peor de las realidades) del capitalismo de
apropiación: …conseguir ingresos no como
una recompensa a la creación de riqueza, sino a base de quedarse con una mayor
porción de la riqueza que se habría producido de todas formas sin su esfuerzo.
(…) O para decirlo lisa y llanamente,
hay dos formas de llegar a ser rico: crear riqueza o quitárselo a las demás. (Joseph
E. Stiglilz. El precio de la desigualdad).
Algún día lo sabremos. Si vivimos para
verlo.
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