domingo, 10 de marzo de 2013

EXTRAVAGANCIAS EN UN DOMINGO SIN NADA QUE HACER



-Adele Hadele no entendía, nunca llegaría a entenderlo, y muchos no entendimientos como este acabaron por costarle la vida, que ella misma se pudiera sentar en una silla. En realidad, lo que Adele Hadele no entendía, nunca lo llegaría a entender por más fe puesta en ello, era que aquella cosa donde ella -sí, en efecto- se sentaba, fuese la misma silla que al hablarla la nombraba y en donde no se sentaba nunca, o cuando lo pretendía, acababa con las posaderas en el duro suelo; sentada, pero en lo que se evidenciaba no era una silla para sentarse.

Adele Hadele propugnaba, sin estar en ello, la reciprocidad. Gustaba de la correspondencia plena entre el lenguaje y lo real. Tal era su ingenuidad o su ignorancia –vaya usted a saber-, que reclamaba la mismidad de la palabra y la cosa, o al menos, que una y otra cupiesen en el mismo hablar.

La historia de Adele Hadele nos la cuenta Ferdinand Tafutier en su libro Les extrêmes de l’originalité (Marsella, 1916). Sobre su muerte, anunciada casi al principio de esta glosa, se limita a una simple constatación sin viso clínico. Adele Hadele, asegura, falleció a causa de una prolongada y prolífica ingestión de objetos varios, poco aptos para la nutrición de los humanos, ni siquiera para la de las máquinas más voraces, como las trituradoras. Al parecer, Adele Hadele, ese día en concreto, se tragó una afilada daga bizantina con la que pretendía averiar de palabra (pero también de recíproco hecho) a su marido, un jodío alemán que la tenía encerrada en una habitación vacía, por su propio bien, argumentaba.

-Sir Buster Keats (Manchester 1848, Londres 1903) mantuvo mientras pudo que en el amanecer de los siglos, sólo un Ser estaba poseído del don y la sonoridad de la palabra, mientras era que los demás seres de su redor no hacían sino imitar los movimientos de sus labios, como así se hace en las películas del cine mudo. Explicaba que hubo de pasar y pasar el tiempo de forma tan desmesurada que sólo cabe contar los siglos transcurridos como al tuntún, antes de que alguno de esos seres de inferior naturaleza lograran al fin extraer algún sonido del, hasta entonces, absurdo movimiento de sus bocas. Entonces, el habla se corrió por el universo como el viento por la arena del desierto. Mas, añadía, fue así que el caos se adueñó de la tierra, pues aquellos seres, no disponiendo de la ciencia que animaba al ser prístino, hablaron para siempre sin saber, en verdad, de qué hablaban.

Quizá hoy podamos suponer que las cosas no llegaron a ocurrir nunca tan exactamente como nos las cuenta Sir Buster Keats. Pero ello nada resta al tino de su conclusión, según la cual nuestra historia es pura palabrería.
 
-En antiguo se decía Extravagante a un escribano no de número y sin asiento fijo en ayuntamiento, juzgado o tribunal. Es decir, extravagante era el escribidor que, sin arte ni parte en los negocios de bien, se entregaba, pese a todo, a su oficio si era el caso que el dotado de título para ello, se encontraba ausente o se le cansaba la mano. Por suerte, las ausencias de los encargados de levantar Actas oficiales de las ocurrencias de los hombres eran largas y sus manos pronto encontraban menesteres más prometedores, así que con frecuencia se acudía a los extravagantes, de cuyas historias acabamos por fiarnos mucho más. Pero de ellos, y de otros tan parecidos, daremos cuenta en próximas entregas de estas, a su vez, extravagancias mías dictadas por un domingo sin misa de doce ni partido del Barça a la media tarde. Unos que obraron para el bien común, como don Antonio Ciruelo, inventor de la lectura al dedillo. Otros, en cambio, que obraron por el mal de muchos, como Lord Scoth (sin alcohol), quien mal parió el tic tac de los relojes y… poco tiempo me dejó para más por hoy.


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