-Adele Hadele no entendía, nunca
llegaría a entenderlo, y muchos no entendimientos como este acabaron por
costarle la vida, que ella misma se pudiera sentar en una silla. En realidad,
lo que Adele Hadele no entendía, nunca lo llegaría a entender por más fe puesta
en ello, era que aquella cosa donde ella -sí, en efecto- se sentaba, fuese la
misma silla que al hablarla la nombraba y en donde no se sentaba nunca, o
cuando lo pretendía, acababa con las posaderas en el duro suelo; sentada, pero
en lo que se evidenciaba no era una silla para sentarse.
Adele Hadele propugnaba, sin estar en
ello, la reciprocidad. Gustaba de la correspondencia plena entre el lenguaje y
lo real. Tal era su ingenuidad o su ignorancia –vaya usted a saber-, que
reclamaba la mismidad de la palabra y la cosa, o al menos, que una y otra
cupiesen en el mismo hablar.
La historia de Adele Hadele nos la
cuenta Ferdinand Tafutier en su libro Les extrêmes de l’originalité (Marsella,
1916). Sobre su muerte, anunciada casi al principio de esta glosa, se limita a
una simple constatación sin viso clínico. Adele
Hadele, asegura, falleció a causa de
una prolongada y prolífica ingestión de objetos varios, poco aptos para la
nutrición de los humanos, ni siquiera para la de las máquinas más voraces, como
las trituradoras. Al parecer, Adele Hadele, ese día en concreto, se tragó
una afilada daga bizantina con la que pretendía averiar de palabra (pero
también de recíproco hecho) a su marido, un jodío alemán que la tenía encerrada
en una habitación vacía, por su propio bien, argumentaba.
-Sir Buster Keats (Manchester 1848, Londres 1903) mantuvo
mientras pudo que en el amanecer de los siglos, sólo un Ser estaba poseído del
don y la sonoridad de la palabra, mientras era que los demás seres de su redor no
hacían sino imitar los movimientos de sus labios, como así se hace en las películas
del cine mudo. Explicaba que hubo de pasar
y pasar el tiempo de forma tan desmesurada que sólo cabe contar los siglos transcurridos
como al tuntún, antes de que alguno de esos seres de inferior naturaleza
lograran al fin extraer algún sonido del, hasta entonces, absurdo movimiento de
sus bocas. Entonces, el habla se corrió por el universo como el viento por la
arena del desierto. Mas, añadía, fue
así que el caos se adueñó de la tierra, pues aquellos seres, no disponiendo de
la ciencia que animaba al ser prístino, hablaron para siempre sin saber, en
verdad, de qué hablaban.
Quizá hoy podamos suponer que las cosas no llegaron a
ocurrir nunca tan exactamente como nos las cuenta Sir Buster Keats. Pero ello nada
resta al tino de su conclusión, según la cual nuestra historia es pura
palabrería.
-En antiguo se decía Extravagante a un escribano no de
número y sin asiento fijo en ayuntamiento, juzgado o tribunal. Es decir,
extravagante era el escribidor que, sin arte ni parte en los negocios de bien,
se entregaba, pese a todo, a su oficio si era el caso que el dotado de título
para ello, se encontraba ausente o se le cansaba la mano. Por suerte, las
ausencias de los encargados de levantar Actas oficiales de las ocurrencias de
los hombres eran largas y sus manos pronto encontraban menesteres más
prometedores, así que con frecuencia se acudía a los extravagantes, de cuyas
historias acabamos por fiarnos mucho más. Pero de ellos, y de otros tan
parecidos, daremos cuenta en próximas entregas de estas, a su vez,
extravagancias mías dictadas por un domingo sin misa de doce ni partido del
Barça a la media tarde. Unos que obraron para el bien común, como don Antonio
Ciruelo, inventor de la lectura al dedillo. Otros, en cambio, que obraron por
el mal de muchos, como Lord Scoth (sin alcohol), quien mal parió el tic tac de
los relojes y… poco tiempo me dejó para más por hoy.
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