Había una vez un Hombre que, llegando a la Luna, no supo dónde estaba. Alarmado
por la tristeza del paisaje, le preguntó a otro Hombre que estaba sentado en el borde de un cráter lunar, donde
parecía lavarse los pies, pero como no está claro si en la Luna hay agua –aun cuando humo salía del cráter como del agua
caliente- seguía con los pies sucios y sin quitarse los zapatos.
--¿Dónde estoy?
El otro Hombre ni alzó la cabeza cuando el Hombre habló. Parecía que no lo hubiese
escuchado o no entender su lengua, pues tampoco tenemos modo alguno de saber si
en la Luna hablan con la misma lengua
que en la Tierra.
Pero al poco,
apenas si un ratito de oro, el otro Hombre
se irguió como un árbol recién regado. Lo miró cara a cara, como un espejo, y…
--Esto es la Luna –le contestó.
El Hombre,
conocedor de que a la Luna sólo se
llega en cohete, o en una escalera tan larga que es imposible llevar la cuenta
de los peldaños, o de un bote tan alto que para darlo haría falta reunir la
fuerza de cien millones de ranas, dijo entonces:
--Debo estar
soñando.
A lo cual el otro
Hombre respondió raudo como un rayo:
--Yo también vivo
un sueño.
Tanta casualidad
les dio miedo y se separaron. Pero como en la Luna no hay gravedad –eso se espera al menos- jamás ocurre nada
grave. Así que enseguida se volvieron a encontrar.
--¡Oiga! Yo a
usted le conozco –dijo el Hombre
mostrando un gran contento.
--¡Pues no será casualidad que yo también le conozca a usted! –fue la respuesta del otro Hombre, visiblemente entusiasmado.
Y entonces se
dieron la mano y fueron felices para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario