Argumentan sin lugar al arrebato (con
lo cual a más de un argumento nos deba parecer una sentencia firme): aumentar el sueldo de los representantes del
pueblo (sic) garantizaría el que no
sólo los mediocres se dedicasen a la
política. Lo que no deja de ser en sí mismo una falacia. En primer lugar,
por lo que esto significa de profesionalización y tenificación de la política y la apropiación por su parte de
las posibilidades participativas que, en democracia, a todos y a cada uno nos
pertenecen, con la sola cortapisa de nuestra voluntad, mas siempre en la
conciencia clara de que ‘puedo o no puedo participar en lo concreto y, luego,
cambiar de opinión en cuestión igualmente concreta’.
De esta doble artimaña para alejar la
actividad política del común de la ciudadanía, da buen y fiel ejemplo la actitud de los tecno-políticos
frente a la convocatoria Rodea el Congreso. Lo que, en última instancia, no
pasaba de ser un hecho simbólico, alcanzó, sin embargo, la condición de agravio
absoluto, cuando no fue tildado –el hecho- directa y rotundamente de Golpe de
Estado, y no por lo simbólico (a más de advertencia), que, a su vez, acabó concretándose el penúltimo de los celebrados en nuestro país.
¿Tan difícil, por no decir imposible,
les resulta comprender a los representantes del pueblo que rodear el Congreso
físicamente es un tan simple como sencillo recordatorio de la única verdad
constituyente de cualquier sistema democrático que vaya más allá de lo
nominativo? Señores representantes del pueblo, lo suyo es permanecer
permanentemente rodeados por ‘la gente’, obligada, por su parte, a vigilarlos y
juzgarlos en unas actuaciones que sólo
pueden emprender por delegación. Este desprecio de lo elementalidad democrática
visualiza hasta la insolencia lo poco que les preocupa hacerlo bien o hacerlo
mal, a expensas siempre de volver a salir electos, dado que jamás habrá otros y
otras a quienes elegir.
En segundo lugar, porque como ya lo
denuncia sin ambages Joseph E. Stiglit en El precio de la desigualdad, la actividad de los tecno-políticos, hoy día, es como el doctorado
que han de realizar antes de su rentrée
en el mundillo (por cerrado) de la empresa privada, donde siempre habrá la
posibilidad de ganar una peseta más (y no una peseta precisamente) que en el
espacio público. Mas no por lo aprendido durante tan completo y profundo aprendizaje
(lo público toca tantos palos) sino por los favores que, a lo normal, suponen
para las empresas que luego los contratan, aquellas sus determinadas actuaciones.
Y por último, dejándonos
de vanos argumentos de cariz tendencioso (hay algunas que al volver regresaron
a su antiguo puesto de funcionarias; por poco tiempo, claro) porque,
contradiciendo el decir de un viejo amigo, José Méndez, también la razón de ser extremosamente razonables
acaba siendo una sinrazón. Por supuestos que un buen sueldo, un sueldo
mejor todavía que cuando empecé, tiene mayor atractivo. Pero esto no sólo para los
posibles y autonombrados representantes del pueblo. Pregunten, si no, a un
fontanero, a un electricista, a un ingeniero nuclear, a un médico, a los
barrenderos o a los actores de teatro (casualidad salir juntos aquí), a un
pescador, a las amas de casa y a los parados que estarían dispuestos a trabajar
de cualquier cosa. En fin, a cualquiera que le pregunten les dirá: lo haré mejor si gano más. De Perogrullo, querido.
Sin embargo, entre los curritos nombrados
-y los que rondan, morena- el acicate es bien distinto, muy otro. Consiste en decirles,
con natural sinceridad: esto es lo que
hay. Cuatrocientos euros, una jornada de diez horas, de lunes a domingo o el
paro que ya se la ha acabado. ¿Se pueden imaginar qué pasaría si le
hicieran o hiciesen lo mismo a los futuros representantes del pueblo? Pues que
ninguno se presentaría. O se seguirían presentando los más tontos, como de hecho
ya ocurre.
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