Grandes certezas
no tengo. Las perdí. Se me fueron de la cabeza con más bulla de como me
llegaron en su día. Al venir, las recuerdo tímidas. Prudentes. Reservadas incluso.
Conscientes de su inmenso poder, sí, pero, también, como si conocedoras de lo
mucho que nos gusta a los humanos –en especial a su mitad masculina- pasar por
quienes toman las decisiones, gozaran del buen don de la paciente espera; del
favor de aguardar a la rendición en lugar de forzarla para que, luego, no
permanezca, entremedias, ningún resentimiento. Antes o después, el hombre llega
a sentirse ocupado y se resiste a ello con todas sus fuerzas puestas en el
empeño de liberarse.
Quizá sea por
esto por lo que, como les digo, su retirada sea sólo cuestión de un momento. Están
ahí y de repente ya no están. Sin saber a qué se ha debido, te sientes
abandonado por tus viejas certezas. Perdido en el centro de la nada. Libre pero
inútil. Incapaz de maniobrar; ni siquiera de distinguir lo menos inconveniente
para ti. Cuanto antes se resolvía mediante una sencilla reacción mecánica,
precisa ahora de una reflexión tan profunda y comprometedora, que, al cabo, se
queda irresuelto. Y tú, varado como un navío sin tripulación. Como un pájaro
que ha perdido la noción del vuelo cuando más la necesitaba.
Sin embargo, y
por extraño que parezca, la situación te resulta gozosa, placentera. Tu llanto,
entonces, se vuelve el llanto de un recién nacido. Aquel que nada tiene para
celebrar todavía.
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