Las cosas han
de mejorar –me digo. No se puede ir a peor –me conformo, no sé distinguir si
iluso o desilusionado; estoico o viva-la-virgen. Mi hijo de treinta y siete
años está a punto de hacerme abuelo. Ya era hora –pienso. Él, en cambio, se
tiene todavía por temerario. Las circunstancias –mi hijo no comprende la
simplicidad de decir ‘las cosas’- como para andar sin pensárselo dos voces –me
afirma con la autoridad del licenciado en vida. Por mi parte, prefiero
reservarme. Porque va para muy largo. Supongamos –hago cálculos- que todo sigue
igual, conserva su ritmo. O sea, que mi nieto tendrá a su hija a la misma edad
de su padre, quien para entonces, no obstante, cumpliría los setenta y cuatro.
¿No es demasiado tarde para andar con nietos? ¿Cómo se podrá vengar?, pues ya
conocen eso de: ‘con los nietos hacemos lo que nos gusta y con los hijos lo que
debemos. Y así era como venía funcionando la justa compensación entre el azar y
la necesidad; entre la educación y el cariño ciego.
Sí se puede
ir peor –me descorazono. Estamos yendo.
Acaso hemos llegado, como Ulises, a una Ítaca donde nadie nos reconoce. Se ha
corrido el falso rumor de que la vida va en serio. Se acabaron los jóvenes que
iban por el monte solos. Uno de ellos me lo explicaba el otro día, tomando
cañas, él, y yo vino. Cualquiera se plantea hoy tener un hijo. Sin trabajo, sin
casa, el coche… y a continuación hizo una pausa como de puntos suspensivos. Tienes
razón. Cada generación tiene sus prioridades incalificables –le contesté cuando
vi que su silencio le empezaba a mortificar. Los adjetivos –pensé echándome un
trago- los ponen la ideologías, como bien dice Rafael Chirbes En la orilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario