domingo, 31 de marzo de 2013

Miradas de Eva Cabezas




Detener el tiempo. Fijar el espacio. En ello podríamos resumir, sin mucho mérito por nuestra parte, el quehacer de la fotografía. El Punctum de Roland Barthes o el Aura benjaminiana. En cualquier caso, un momento y un lugar muertos pero que conservan, pese a todo, su no sé qué melancólico, su tirón nostálgico. Hay algo de santidad en las imágenes: su quietud. Mas, a la vez o a la vera, perdura su poder de invocación. Como si ante ellas pudiésemos llegar a creer que, finalmente, fijado el pasado, cerrado el espacio a lo viejo, ya fuera factible comenzar de nuevo y desde lo nuevo. Como el viajero que deja el equipaje en la consigna de la estación antes de adentrarse en la ciudad desconocida para él, quien fotografía –o se deja- lleva en el bolsillo la imagen, que es –también lo es- la misma consigna, la señal, la contraseña que ha de devolvérselo, llegada la ocasión del regreso, pues a todo se regresa aunque se pierda la vida en ello.

He dicho: quien fotografía y quien se deja… ¿Son equiparables? Sin dudarlo que sí. Es más, yo me atrevería a decir que todos estos retratos que ahora nos enseña –no sin un pudor grave- Eva Cabezas, son el retrato de un mismo y único personaje, ese que está en todos ellos y, sin embargo, en ninguno aparece.

Como no podía ser de otro modo, tal presencia ausente es la de Eva Cabezas, la de la fotógrafa, aquella que, colocada tras la cámara, mira sin ser vista. Observa segura de su impunidad. Pero en estas fotografías, como en Blow-up de Antonioni, como en La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock, Eva Cabezas ha sido sorprendida en su imprudencia y ha caído en el interior de las miradas que retrataba. Al menos a mí esa es la impresión que me da. La de no estar contemplando las fotos de unos rostros y unos cuerpos descuidados, sino estar, yo también, frente a la otra mitad de un duelo a pistola entre la fotógrafa y sus modelos.

Mientras trabajábamos en las copias, Eva me insistía permanentemente: le pedí permiso, pero me seguían mirando con desconfianza, así se temieran lo peor. No sabían, y jamás llegarán a saberlo, que su disparo había salido con más tino y era Eva, y era yo, y será usted, quienes  quedemos heridos para siempre.  

El ciudadano medio –decía Theodor W. Adorno- desea un arte voluptuoso y una vida ascética, y sería mejor lo contrario. El gran acierto de Eva Cabezas ha consistido, en efecto, en invertir está proposición. Dejar que la vida se pierda en su voluptuosidad, en su alegría incontrolable mientras el arte no deja de evocarnos esa tristeza sin parangón de no estar incluido en aquella. Las obras, sigue diciendo Adorno, se convierten en bellas por su movimiento contra la pura existencia. Un movimiento, añadiríamos, inútil, estéril. A la vista está.

La exposición de fotografías de Eva Cabezas estará abierta desde el 13 de abril en La Curruteka, calle Marqués de Toca 6, Madrid.

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