Todos los
muertos se reconocen entre ellos (Manuel
Vicent)
--¿Será posible? –se preguntó Edwina,
quien ya se ve de muerta encontrándose de nuevo con el zafio de su marido,
corriendo hacia ella con los brazos abiertos. Desnudo –pues no hay paño que
resista una eternidad- de los pies a la cabeza, si acaso manteniendo a la
altura de uno de sus tobillos hinchados, suelta, la goma elástica con que se solía
sujetar los calcetines; con el miembro empalmado, mientras ella sólo puede
pensar en echarse a un lado para evitar la embestida.
Edwina aún lleva el vestido con que la
enterraron días atrás. Pero, lo sabe, ni aunque llevara una armadura de
hojalata, se ve capaz de eludir las consecuencias del arrojo de su marido,
después de tantos años de abstinencia, pues, como se anuncia en un cartel a las
puertas del cielo: No se permite la
concupiscencia. Cada oveja con su pareja. O sea, que el Miguelete, más de
veinte años en ‘la otra vida’, estaría, a más de alterado: necesitado, y aunque
ya cuando enfermó no se bastaba por sí mismo y había de recurrir a las
pastillas, luego de tan larga temporada de continencia, y conociéndolo como
ello lo conocía, andaría como un primate en celos y deseoso de armarla
Con sólo verla se le echaría encima, le
desabrocharía la blusa, le bajaría la falda, le desgarraría el sujetador de un
mordisco y, para entonces, sus bragas de encaje no estarían en ninguna parte. Y
se la metería. Se la metería con avaricia, como quien guarda monedas ahorradas
en una alcancía de la que se sabe el único dueño, según contrato. Que ellos dos
son marido y mujer, y en el cielo esas cosas se saben.
Y ni oponerse podría porque todos los
muertos se reconocen entre ellos y así ha de ser que el esposo reconozca a su
esposa y viceversa. Que los hijos sigan en la tutela estricta de us padres,
como las empleadas bajo la férrea disciplina de sus jefes. Lo contrario sería
una subversión inaudita; una absoluta falta del reconocimiento debido.
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