A diario, después de las
comidas, T. y yo nos enfrascamos en la misma y tediosa discusión, que por
haberse hecho habitual, forma parte sustancial de nuestra retórica particular.
Y estoy convencido que si un malhadado día nos olvidásemos de cumplir con ella,
significaría, si no el fin de nuestra ‘sagrada unión’, si un cambio radical en
la mismo y deberíamos volver a planteárnoslo todo. ¡Vaya usted a saber por
dónde saldríamos.
No; no se trata de
dirimir a espadas quién de los dos –ahora que de nuevo volvemos a estar solos,
aunque, en honor a la verdad, en tiempo de los niños nada hubo de diferente-
recoge la mesa mientras el otro se queda complacido ante el televisor,
fumándose ese cigarrillo tan urgente de la sobremesa. Eso lo solemos hacer
juntos o por turnos. De un modo u otro lo compartimos, si bien, por equidad,
debiera hacerlo yo invariablemente, dado que T. es quien hace la comida –salvo
contadas ocasiones; y lo de contadas no lo digo por la escasez numérica de la
misma, sino porque T. siempre lo cuenta como algo extraordinario- y pone la
mesa. Nuestra diaria disputa es nada más cuestión de método. Yo arramplo con
todo lo que puede en un viaje y T. da más vuelta que un soltero sin suerte en
una feria de muestras. A mí la pérdida de tiempo de T. me pone de los nervios.
A ella le enerva el que me vaya a caer por el largo pasillo de la casa con
tantos trastos encima. Yo le digo que deje de preocuparse de la salud de los
cacharros. Ella me responde que no quiere que me vaya a ser daño si, como
vaticina, me esparramo.
Como no les costará
comprender, tal disparidad de criterios resulta en principio irresoluble y, al
final, da lugar al franco enfrentamiento, cuanto más duro e independentista por
provenir de liviana causa, la cual de inmediato cae al hoyo de la nada y sólo
sobreviven las muy desafortunadas ‘cosas’ que nos soltamos el uno al otro entre
tanto. Pero -ustedes que no lo sufren- ya estarán por considerarnos unos
auténticos idiotas. ¡Así de sencillo, válgame la soleá!
Será, por el contrario,
que no entienden nada o porque todavía no han llegado hasta aquí. Esto es, aún
no alcanzan a saber que, sin Método, no hay pareja que se salve. Que por encima
de los métodos o los pareceres de cada uno, sobrevuela y prima el Gobierno de
la casa.
Podría recurrir al
inefable Mao Tse Tung, a su adorable tesis sobre las contradicciones en el seno
de la pareja –el chino decía del pueblo, más para el caso da lo mismo pareja o
pueblo, por aquello (de mayor antigüedad) de la correspondencia entre el
microcosmos y el macrocosmos- a fin de llegar a explicarme. Sin embargo, no lo
considero necesario. Creo suficiente el que nos fijemos cómo se las maneja
España para, al hilo de la comparanza, acordar que la estabilidad de nuestro
matrimonio se asienta y se acrecienta en esas discusiones, de las cuales
solamente sobresalen los detalles técnicos; cosillas, ¡vamos!, menudencias,
pues a fin de cuentas, los platos terminan en el lavadero y la mesa: lista para
ponerla de nuevo.
Da igual si una hace las
veces del Gobierno y el otro, por yo mismo, oposita. Si quiere –por mal querer-
ir de Pp o del Psoe. En realidad, intercambiamos los papeles con frecuencia
para no resultarnos aburridos. Lo relevante es que el resto del tiempo -y miren
si el día es largo- lo vivimos felices y contentos, como las criaturitas del
campo de san Francisco. Aunque, luego, a la hora de la cena, vuelva la tormenta
y nos discordemos de manera circunstancial, pues nos espera una noche eterna, y
mejor pasarla juntos, amarraditos, así en la canción de la Pradera, por aquello
de no pasar frío, en invierno, y porque nos gusta: el resto del año.
No sé, pero me asalta la dudosa
sensación de haber perdido el norte. Pretendía aclararles mi matrimonio a través
de la política bipartidista española, y resulta que he invertido la metáfora. Y
es que el matrimonio es asunto para siempre, se mire como se mire. Vengan algunas
aventurillas al alterar su constancia, mas por retornar con bulla al lado de
ella, al lado de él, solicitando su perdón con humildad, pues, de conseguirlo,
es como volver a enajenarse en el lodo del bienestar. Además, que para liarse
con la Diez y el Cayo, hace falta, además de un valor admirable, una muy
generosa caridad cristiana. Puedes amanecer en la cama con Fernando Savater, si
no con el mismísimo Pepe Stalin travestido en Julio Anguita
O sea, que este año
tampoco voto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario