Debiéramos volver a
empezar a admitir la muerte como la cosa cierta (Agustín García Calvo) que siempre
ha sido. Pero los tiempos, ¡Ay!, corren en la dirección contraria. Falsamente,
es verdad –si hay algo de verdad en algo que puede ser escrito- pero ya
conocimos cuánto más arrastran las mentiras; cuánto mejor se adaptan a aquello
que miramos y, luego, ya hemos visto. El tiempo de ahora, pues, trata de
alargar la vida y hacernos creer que la vida se alarga hasta tan lejos, que la
muerte, cosa fea, se quedó a la espalda, como la tortuga. Sólo se mueren los
otros, dijo Uno y, al respecto, aceptamos de buena gana, en esto sí, que uno
[mismo] es el otro [sacrificado]. Como si la muerte no fuera la muerte y sí un
olvido pasajero.
Porque la confianza en la
muerte daba cancha al cambiar de vida. Y tal saber consolaba. O mejor:
envalentonaba. Así los viejos toreros provenientes de la pobreza más rabiosa: o
con los pies por delante o dueño del cortijo. Pero: ¡nunca más de lo mismo! Es
triste que la eternidad nos vaya a coger con estas fachas. Cobardía no haber
ejercido jamás de hombres (Manuel Lombardo). Ni siquiera habrá qué añorar más
tarde. Una vez sentados a la puerta de casa, igual a un cordobés doliente, esperemos
ver pasar el cadáver de nuestro enemigo, y el cadáver no pasa porque el enemigo
ya venía siendo eterno desde mucho antes de que te sentaras esperanzado.
Debiéramos volver a
admitir la cosa cierta que la muerte es y no temer morir llevándonos a muchos
por delante. Crece un mundo nuevo en nuestros corazones, habló, medio difunto
ya, el bueno de san Buenaventura, sin olvidarse de que ello no más es factible
poniendo en juego esos corazones anhelantes.
¡Basta ya de
aburrimiento!
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