¿Es arte la reproducción? ¡Para qué
complicarse! Basta si se vende como tal. Fórmula, ésta, igualmente válida a fin
de sostener lo completamente opuesto. Basta si es invendible. La posición y la
oposición han encontrado, al fin, el lugar común, el punto capital del
entendimiento. El desusado dicho: “(eso) no tiene precio”, ampara por igual a
cuanto está arriba y abajo. No tiene precio porque no vale nada. O: no tiene
precio porque no hay dinero bastante para pagarlo. Carpanta y el Tío Gilito.
Desde que Marcel Duchamp redujera el
Arte a una cuestión de y entre Artistas (Armando Montesinos: ¿El arte es el arte? O ¿el arte es el arte
que hacen los artistas?), la obra carece de relevancia. Acaba fragmento de
un artista incorpóreo que se desparrama como las gota de mercurio de un
termómetro roto. El juego del arte consiste –desde el momento inaugural de la
Nada vanguardista (Dadá)- en el vano intento de recomponer el cuerpo [añorado]
del artista de ocasión y poseerlo, no sin, antes, arrojar al desprecio ese fragmento,
pieza clave que lo completaría. De modo que, pese a sus buenas intenciones, el
artista se convierte en un juguete de cuerda sin llave, en la egotista
convicción de que, como espectador/poseedor (amo a salvo de contingencias
mundanas) hace las veces de esa llave que lo pondrá de nuevo en movimiento, aun
cuando gracias al poco sentido común que siempre conserva el amo, prefiera
alargar el entretanto, de manera que el juguete/artista jamás pueda volver a
caminar de nuevo, como angustiosamente ocurriera con el flautista de Hamelin.
Antítesis de este descarado
despropósito que justifica –motu proprio- la aparición del Mercado como dador
de autenticidad, hace unos años, en una conferencia en el Círculo de Bellas
Artes (Madrid), Juan Luis Moraza nos confesó: (más o menos) lo primero, para el artista, es lograr el
aprecio de sus colegas. Nunca antes había visto yo una tan encantada
armonía entre texto y contexto. Entronizar el ‘círculo’ [de los llamados y
elegidos] en el mismísimo Círculo de Bellas Artes me pareció, aún me lo parece,
una jugada maestra, en la medida en que traducía al lenguaje común aquella
sentencia del Maestro (otra vez Duchamp): Reducir
el número de Ready made. La copiosa productividad de ‘los artistas del
Círculo’, junto a la reproductividad sin límite de sus productos, no devuelven
–como lo sugiere James Gardner: ¿Cultura o basura?- el prestigio al original
remoto, sino al artista creador aceptado como tal en el Parnaso, donde los
dioses se siguen burlando de las pretensiones de ese otro artista que llama a
la puerta anunciándose el único verdadero.
Entre todos
lo mataron y el solito se murió. Fuenteobejuna. La culpabilidad expandida como lo
maldijera Adorno en su Minima Moralia. Hay dos mundos pero caben en éste. Arte y
Mercado no coexisten en la inconveniencia total que captaron las viejas Vanguardias
en su querer devolver, inútilmente, el Arte a la Vida. Cerrada la Historia. Agotados
los Grandes Relatos –entre los cuales el Arte y la Revolución, la Revolución
artística, contaba como uno más-, no concurrió la cacareada fusión Arte/Vida,
en ninguno de sus dos sentidos factibles (que ya reclamaban un debate previo:
ni el Arte se volvió Vida, ni la Vida se hizo Arte. Porque, con anterioridad,
ya ocurriera que el Mercado se adueñó de la Vida, en la cual ya no cabe
participar sin demostrar pertenecer a un lobby de presión con la capacidad de
agitar un inconmensurable capital financiero en las nubes de los paraísos
fiscales.
Es el propio ‘quehacer humano’, el
Trabajo, lo que el Mercado en su reestructuración final (?) pone en cuestión
hasta reducirlo a la impotencia plena. La apropiación de la producción –sin haber
perdido del todo su vieja aura: todavía quedan restos del Mapa habitados por
mendigos y alimañas- no supone, a estas altura, la principal fuente de
acumulación de riqueza. Ésta ha sido sustituida por una tan imaginativa como
inimaginable capacidad de inversión/desinversión en la ‘sola riqueza’,
considerada estable, permanente, aun cuando fatalmente dispersada. Intuida la
catástrofe anunciada en un progreso ilimitado, no cabe sino recuperar el ‘principal’
mediante una ecología del Capital cuya finalidad no estriba en controlar la
producción y el reparto, sino en mermar continuamente el número de individuos
con acceso a los bienes, convirtiendo al resto en sus servidores, con un único
deseo: la sobrevivencia en un cuerpo, como el del artista, fragmentado y a la
espera de ser útil en el cuerpo del amo. Y no es metáfora.
¿Qué papel puede cobrar el Arte en un ‘estado
de las cosas’ donde la redención es imposible porque toda promesa de felicidad
ha sido desarmada? ¿Cuál ha de ser su función en un espacio donde la gente está
no por ser ni para ser –aunque no tenga muy clara la necesidad de ser-, sino
sencillamente –y de forma tan azarosa como innecesaria: mero accidente- para
seguir estando [, si así el Capital lo ha querido en su infinita insaciabilidad?
Queda en el aire mientras sobrevivimos
como el espectáculo de quienes lo tienen todo menos ‘el don del sufrimiento’.
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