Escucha
el reproche de los necios: es un título real, nos aconsejaba William Blake tiempo antes de que un
obrar así se transformase en la práctica habitual de cuantos buscan
(¿buscamos?) recuperar la estima de sí mismos por medio del
auto-enaltecimiento. Ni el visionario poeta inglés ni la posterior legión de maestros
de la auto-ayuda –de suyo, un hacerse la paja en mitad del desierto- se dan
cuenta de la única evidencia al respecto: que todos, y uno por uno, podemos
hallarnos, a la vez, en la troupe de los necios y en la soledad manifiesta del
señorío. Depende, la cosa, de quién tiene la voz en esos momentos de (auto) proclamarse
o ser nombrado.
De eso se trata. De adueñarse
de la voz, tronar primero y por encima: de los otros y de cualquier argumento. O
sea, del arte de la Declaración en lugar de la artesanía del diálogo o la rueda
de prensa, pues: ¿qué ha de decir un necio? El ejercicio, la ejecución
preferida del fascista que todo pequeño hombrecito (Wilhelm Reich) alberga:
hacerse con el micro y sumir al resto en silencio o en vociferio de necios.
¿Para decir qué? Tanto da. Concretar importa un comino (triste el rol del
comino en las metáforas). No estamos en una performance y ni siquiera en una
obrilla de vanguardia donde el público actúa sin salario por ello. la
Declaración tiene, necesariamente, los visos de una representación clásica, en
la que ya es bastante la presencia de la estrella protagonista para que así
triunfe el espectáculo. A expensas de lo que diga o no diga, meras referencias
auto-laudatorias de la larga trayectoria que lo ha llevado hasta allí, el éxito
está en que el Declarador (que no declarante) declara y punto... Y el coro,
corea.
Lo más parecido, se me
ocurrió pensar el otro día, mientras –juro que por pura morbosidad- veía al
Presidente del Gobierno, don Rajoy, en la pantalla de televisión, es que, como
en un mal sueño, volvía a encontrarme en la madrileña plaza de Oriente y era el
mismísimo caudillo quien se asomaba al balcón de mi casa. Tuve un rapto, sí, de
lucidez y me eché a la calle. Pero la calle, ¡Ay!, seguía vacía.
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