Estado de
derecho. Sociedad del bienestar. Viva la República. Abajo las caenas. Podemos. Sintagmas nominales de cuyo
empleo se abusa para explicitar conceptos (?) a los que, quizá, no se tiene
acceso, o cuya verdadera significación se desconoce la mayoría de las veces,
aun cuando su sola mención rebosa simpatía y provoca un afecto inmediato en la
medida en que cada cual puede arrimarlos a ‘lo suyo’ sin por ello ver alterarse
su discurso, cerrado a cal y canto, como un librillo de Rafael Alberti. Pareciera
como sí en tales grupos de palabras una de ellas fuese tan natural, que no ha
de ser sino la propia; con la significación que él –o ella, si bien al feminismo
le cabría ‘llegar a ser’ lo completamente otro- le sobrentiende para tener, así
la cosa, al conjunto en tanto ‘lo auténtico’, de modo que, y como ejemplo,
quien primero nombra el Estado de derecho, ya advierte que no hay más que el
suyo, y quien no participe en este acuerdo, es que no sabe ni de Estado ni de
Derecho. O, tal se suele abreviar, refiere un Estado totalitario.
Como si los Estados totalitarios
careciesen de un Derecho que les garantiza ser un Estado. Como si el Estado no
fuera, precisamente, la constitución de un Derecho que establece de modo apriorístico
el adentro y los afueras del Estado... que sólo existe gracias a lo constituido
por ese Derecho, etcétera. Como si Hitler, Stalin, Franco –pero a lo mejor sólo
tienen en mente el totalitarismo puro de Idi Amin Dada- no se dotaran del
corpus legal preciso para desde él, claro, legitimarse. Basta, para comprender
lo contrario (y será que si te dan la razón es porque no la tenías antes, como
bien podría apostillar Juan de Mairena), con recordar la última (creo) escena
de Vencedores y vencidos, el filme algo tedioso de Stanley Kramer, cuando el
bueno de Spencer Tracy le suelta el mitin ético al muy atribulado Burt
Lancaster, acusándole de su primigenia responsabilidad en el desarrollo del
nazismo por el sólo aplicar las leyes en vigor. Para que el mal sea banal, como
expondrá años más tarde Hannah Arendt (y El verdugo de Luis García Berlanga de
mejor manera), es condición indispensable que venga reconocido como la práctica
habitual amparada en el derecho vigente. Todo lo demás pertenece a la excusa de
la obediencia debida que no dejan de alegar los militares de menor rango -todos
ellos- cuando las cosas les vienen atravesadas.
En la oposición radical entre el
Estado y los individuos, el Derecho, en tanto constructo cultural, proceso
civilizatorio, regulará los supuestos ‘derechos naturales’ de aquellos
transformándolos en ciudadanos, de modo que queden sometidos a lo que el
Derecho establezca, presentándose a sí mismo como su garantía. Ser ciudadano
significa contar con el amparo del Estado, pero, a cambio, se le ha de entregar
a éste la disponibilidad del Derecho; esto es, el poder de alterar sus
principios cuando así lo requiera ante el menor cuestionamiento de su existencia
como tal. Probablemente, en todo Estado de Derecho crece la ilusión de un Derecho
capaz de llegar a establecerlo como Estado totalitario. En ello andan. Nineteen Eighty-Four. 1984.
El resto es el Mercado.
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