Antaño, los niños de España
queríamos ser toreros. Para salir de pobres. Para ser más ricos que padre. No nos
importaban las advertencias: ¡Mira que el
toro es muy malo! Ni nos desanimaban: Hay
un toro con tu nombre escrito en los cuernos. Porque en el fondo de los
ojos de madre veíamos refulgir la admiración mientras sentíamos que padre se
moría de la envidia. Tan poco nos bastaba para seguir queriendo ser torero de
mayor.
Hoy, los niños de España –e
incluso hasta los del extranjero- no sueñan sino con ser futbolistas y padre
los acompaña a los entrenamientos. Madre no. Madre sufre tanto viendo las
patadas que le arrean al niños los compañeros, que prefiera quedarse en casa
los domingos de partido.
No quiero decir con esto
que antaño fuese mejor que hoy: dios me libre de nostalgias por incumplimiento.
Pero no me negaran que entre querer ser y entrenarse para serlo, hay una gran
diferencia. La misma que nos impide equiparar al olvido con el fracaso.
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