No
hay razón por la cual lo imposible no sea posible, viene a decirnos Max Aub; tal cual
lo asegura en la página 304 de Luis Buñuel, novela. Claro que a posteriori,
cuando ha visto y ha vivido cuanto ha visto y vivido, lo cual, en vez de volverlo
dos veces tonto, como le sucediera a Rafael Alberti, lo hizo dos veces
razonable a don Max. Es lo lógico y lo que menos duele. Por extraño que nos
haya de parecer, al salir del dentista –por poner un ejemplo de poca monta- las
muelas nos duelen menos. Ello es porque el dentista –a lo peor un albéitar
resabiado- nos ha descubierto que la muela estaba picada. Eso, saber que lo
imposible se ha vuelto real (pensándolo bien: ¿Las muelas tienen motivos para
picarse? ¿Con quién? Por el abuso en el consumo de azúcar, dicen. Contra ti.
Como si tan poco meditadas explicaciones fueran suficientes en el complejo
sistema científico de las causas y los efectos) ya nos alivia en no poca
medida.
A sabiendas, nos dejamos
extraer la muela picada y, curiosamente, ahora no nos duele el hoyo que nos
queda en la boca; la ausencia de un miembro propio que nos costara lágrimas
hacernos con él. ¿Por qué? Porque nos han sacado, también, la razón que
llevábamos pero desconocíamos, y volvemos a poder vivir tan in albis como en el
lejano principio, cuando era que comíamos de modo impulsivo, despreocupados de
cualquier higiene corporal. O sea, cuando éramos más bichos que personas.
Lo imposible se hace
posible mediando en ello la inteligencia. Facultad humana par excellence. Eso que,
volviendo al Luis Buñuel de ayer mismo, nos separa por igual de dios y de las
bestias. Por ahí avanza la ciencia que es una barbaridad. Cosa de bárbaros. Los
extranjeros sugeridos por don Miguel de Unamuno: ¡Que inventen ellos! Ya sabremos
darle la debida utilidad a sus inventos. Como Albert Camus y Jean Dean, que
cogen el coche no para ir a alguna parte, sino para quedarse aquí para siempre.
¿Habrá, así la cuestión,
dos tipos de inteligencia? Puede que sí, y que la una invente mientras la otra
desinventa. Aquella nos quisiera, de buen modo, llevar más lejos y más alto en
su empeño –purita cabezonada- de agarrar a dios por los pies y robarle las
patentes. A ésta les gustamos inmóviles, y en ese su afán –voluntad de roca-
nos apega a la tierra, nos enraíza al lugar, temerosa del mayor de los
terrores: que los inventores sean de los nuestros y debamos, entretanto,
mantenerlos de gratis.
Difícil equilibrio si la
virtud se ha de encontrar al medio. Cruda, por tanto, la realidad hecha posible
de deber sobrevivir con tanto clero a la vera. Sobre todo, ahora que ya sin
muelas y sin la rabia que nos provocaba el dolor de muelas, ni siquiera se nos
pasa por la cabeza lo sencillo que sería pegarles a todos ellos sendos mordiscos
en la yugular. O si a usted le gusta más: en el trasero. A lo que dicen, sobre
gusto no hay nada escrito.
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