jueves, 26 de diciembre de 2013

EL RESTO ES SILENCIO



Me topo con Chema en mitad de la calle –igual no podía ser de otra manera-  y me dice: “últimamente sólo hablas de recuerdos”. En ese momento aprovecharía para asesinarlo, pero se me ha olvidado cómo se mata a alguien. Y además, Chema no tiene culpa de nada. Menos aún de esos repentes furiosos que me entran cuando presiento que habrá un después todavía. Que todo sigue su curso aunque ni recordemos qué nos trajo hasta aquí. No es malo el olvido, sino todo lo contrario. Es sano. Revitalizador. Lo más opuesto al reciclaje, si se diera el caso de que (por ejemplo) las latas de sardinas fueran conscientes de haber sido antes latas de caviar. Convengamos, pues, que la reencarnación tiene, como paso previo, el purgatorio de la desmemoria.

Pero si, ustedes como yo, conocieron de la amnesia no por la ciencia médica, sino a través de algunas viejas películas de suspense, no me podrán negar que el olvido pleno parece una quimera. El pobre actor al que por necesidades del guión han despertado amnésico perdido, no se olvida, con todo, de preguntar: ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? Así el ser y el estar fueran premisas necesarias incluso antes de nacer, como –por otra parte- los anti-abortistas mantienen sin ningún rigor. Podríamos suponer que se trata de mera palabrería. Pero, entonces, deberemos preguntarnos al respecto: por qué no se olvidan las palabras.

Pues porque, así la cosa, ya no habría película y tampoco tendríamos de qué hablar. Las palabras no son sino el penoso vasallaje que pagamos a ese dios mudo (su más valiosa facultad: la mudez), intratable, de cuya veracidad no cabe dudar. Pues cada palabra nos lo devuelve a la memoria. Las palabras son los pecios del naufragio de este mismo dios aquel remoto día en el cual habló por última vez. Hágase el hombre, fue lo que dijo entonces y, luego, al escuchar la cháchara de los hombres, creo de la nada su eterno silencio, sabedor de que, desde su ahora, los hombres hablarían de él sin desmayo.

Muerto dios, nos queda en su lugar la gramática. Una red sin entresijos donde se recogen las sombras que, incansables, cuidan de la memoria. Como el mar, una superficie sin amo fijo donde nada hay capaz de prohibir la pesca. Una gran suerte, pues bastaría un solo instante en el cual todos lo olvidásemos todo, para que ese dios álalo recuperara la voz, y su voz tronara de nuevo para recordarnos la única orden que a él lo mantiene vivo: Moriros.

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