El más puro de los
egoísmos –el Egoísmo- nos debería resultar suficiente a la hora –el momento-
de plantearnos, o no, hacer el bien a
los otros, sólo fuera a efectos de que, luego, hablen bien de nosotros, pues
parece estar demasiado claro –una insolente evidencia- que serán los otros los
destinados a dar cuenta de quiénes y cómo fuimos nosotros.
Pero, ¡Amor mío!, ¿qué es
el Bien? En esto no logramos ponernos de acuerdo. Ni siquiera tú y yo. Ni
siquiera en Navidad. Entonces, ¿pa’qué nacer? E, igualmente, ¿por qué
alegrarnos de si el niño nace? No obstante, nos concedemos una tregua.
¡Bebamos! ¡Rifemos la suerte del niño! Sólo hay que esperar hasta que, para
marzo o para abril, nos alcance -¡por fin!- la semana santa.
Pasa que es tan corta la
vida de los otros, que cuando quieren hablar, ya están muertos.
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