jueves, 5 de diciembre de 2013

FERVOR DE LA MIRADA

Entre el hombre del espejo y el hombre que se mira en el espejo viene de muy antiguo: una profunda animadversión. Tanta y de tan grandes proporciones, que cuando el azar les procura el encuentro, se enfrentan con una dureza y una crueldad de consecuencias inimaginables. Ni al uno ni al otro le faltan motivos y razones para ello. A solas, en habitaciones separadas, como llevan el matrimonio el poeta granadino García Montero y su señora: la Grande, los dos –y me refiero a aquellos y no a estos- andan convencidos de estar en posesión de la exclusividad del ser verdadero, la cual no admite consenso alguno. Y si ello fuese posible, nos sobran razones para creer que en cada cual prevalecería el instinto de supervivencia que les fuerza a acabar de un vez por todas con el otro.

La cuestión estriba en que los hombres odian parecerse. El hijo detesta llevar el apellido del padre y el padre se resiste a verse representado en el hijo. Está escrito que el hijo abandone la casa del padre y funde casa propia. Como también que los pecados del padre perdurarán en sus descendientes durante siete generaciones. Así que no hay quien entienda nada ni quien pueda sentirse a salvo, por lejos que alcance su huida, y no toparse un día cualquiera con el otro hombre que le guarda la imagen. Entonces, ¿pa’qué correr? Mejor reventar los espejos.

Sin embargo, comprobamos que romper un espejo no sirve sino para multiplicarlo. Caen al suelo innúmeros fragmentos del vidrio azogado y en cada uno de ellos hay un hombrecito con la misma sonrisa victoriosa de su agresor, quien –paradoja- ya comienza a torcer el gesto a la par de comprender la banalidad de su empresa... y enloquece. Porque si por un breve instante se parase a pensar y dudara, vería cómo los hombrecillos también adocenan sus semblantes al unísono. Que todos los rostros, incluido el suyo, son el reflejo de un único rostro de cuya existencia sólo cabe dudar.

O tomárselo a la tremenda como el buen esquizo y, según convenga, calzarse las mascaras que los mil espejos le ofrecen ahora. Esquinarse. Transformarse en un poliedro que la suerte voltea a fin de que todas las caras gocen de la oportunidad de mostrarse. Triunfales. Definitivas, mientras la suerte está varada, a la espera del favor del viento que vuelva a soplar.
 
Nota. Aquí los hombres han sido los hombres y no los hombres y las mujeres. Yo –o al menos por mi parte- envidio la facilidad con que las mujeres resuelven este, sin duda, falso desacuerdo, con nada más servirse del espejo para arreglarse. Cuidar la apariencia y no guardarse de las apariencias, diría –no sin temor a ser reprendido por unas y otros-, es el consejo de ellas, que no aprendemos por querer quedarnos la razón.

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