La pobreza es relativa.
Así de simple. Considerando el afán desmedido del rey Midas por transformar en
oro reluciente todo cuanto tocara, podemos convenir que hasta el hombre más
rico del mundo tiene necesidades que su enorme fortuna no basta para
satisfacer, y en consecuencia, el hombre más rico del mundo pasa por crueles
momentos en los cuales se siente el hombre más pobre del mundo. O sea, ‘los
ricos también lloran’, pues la pobreza, además de relativa, es comparativa y
envidiosa. No se es pobre en uno mismo, sino en comparación con los otros, cuyo
status se envidia.
Lo que, en cambio, no
sabía yo, lo ignoraba, era que el relativismo de la pobreza estaba en relación
con la geografía. La otra tarde, por contarles un chisme, oí en televisión (Más
vale tarde, la Sexta) a una periodista (o mejor: folicularia) de voz dulce y
arrulladora (de ABC, vamos) decir acerca del poder adquisitivo de los
pensionistas, cómo había de tenerse en cuenta que cuatrocientos euros (sic) no
son lo mismo en Madrid y Barcelona, que en Guadalajara y Mazagón, en la provincia
de Huelva. ¿Abogaba mi querida periodista (hasta los príncipes se enamoran de
ellas, tan lozanas en pantalla) por el trasvase de ‘los pobres de la Capital’
(cantaban Las madres del Cordero) a esa regiones donde la pobreza es tan habitual
que los lugareños viven perfectamente adaptados al Medio? Quiero pensar que
semejante extravagancia no bullía en tan linda cabecita, pero la solución no
resulta mala del todo. Incluso yo aún diría más (Hernández y Fernández): la
solución es buena. Lástima que ya esté funcionando. Y no hace falta salir del
lugar propio para cerciorarse de ello.
En Madrid –por ejemplo o
porque es mi lugar- basta con cruzar el Manzanares, pasar al otro lado de la
M.30, apearse en Villaverde, san Cristóbal o La Ventilla, y enseguida percibir que por allí los pobres
parecen menos pobres que cuando se los soporta mendicantes en la zona de bares
de Huertas o en las felices y confiadas calles del Barrio de Salamanca. Porque no
desentonan. Están en su ambiente, en su salsa. Y dios sabrá cómo se las ingenian,
pero hasta se los ve alegres en su pertinaz sobrevivencia.
Las 'concertinas',
mirándolo desde esta perspectiva, sin acritud, no están donde están para evitar que entren en
la Urbe de los elegidos, sino para impedirles salir del Paraíso que les
corresponde. Quien evita el pecado –bien debe saberlo el señor Fernández Díaz,
cristiano de los pies a la cabeza- evita el pecado. Y la envidia cuenta entre
los peores de ellos. En especial la temible envida de clase.
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