Mi pregunto si poseemos la razón para
usarla en todo momento o sólo en los momentos estrictamente razonables. Y ello
me obliga, con anterioridad, a querer saber qué momentos serías unos y otros
para colocarlos adecuadamente. Y si en este preciso momento estoy siendo razonable
o me dejo llevar por lo primero que me ha venido a la cabeza.
Como no alcanzo a responderme de forma
sistémica, me sugiero un rápido examen de conciencia –como esos que aconsejar
realizar primero los antivirus del ordenador- sobre cuanto he hecho para llegar
a donde estoy, a las seis de la madrugada y haciéndome preguntas estúpidas
mientras el baño se calienta y ya puedo ir a ducharme.
Antes de continuar debo aclarar: he
sobrepasado los sesenta, lo cual ya de por sí me parece una proeza, sobre todo
por su inutilidad. ¿Tiene sentido llegar a viejo? ¿Es la vejez la suma de ir tirando de
la vida? Me duelen estas últimas interrogantes. Así que mejor me las salto
aprovechando las pocas fuerzas que me quedan.
Y salgo exhausto. Estoy tan cansado
que ya me importa un bledo, una higa, distinguir entre la razón y la sinrazón.
Entre lo que debía haber hecho (y por suerte no recuerdo) y lo que hice (y
también por suerte he olvidado) para llegar hasta el día de hoy como he
llegado. ¿Acaso tiene importancia? Incluso suponiendo de buena fe que todo
hubiese ocurrido de forma distinta, ¿no habría acabado como he acabado?
Porque la verdad es que me gusta. Me
gusta estar como estoy. No como soy y tampoco como no soy. Ni como me entiendo
ni como no me entiendo. Procuro, simplemente, que la razón que –aseguran-
tenemos los viejos no me nuble las entendederas de forma de no seguir desvariando.
Sería una ruina, y de esto ya se encarga el Gobierno.
que bonito.
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