Doña Ana Botella, a la
sazón Alcalda postiza de Madrid, tuvo una genial idea –una idea de esas que te
hacen clamar ¡Eureka! y te enciende una bombilla de cien vatios por encima de
la cabeza- nada más ser informada de la huelga de Barrenderos y demás servicios
de limpieza de la Capital del glorioso reino de España.
-Pues, nada –dijo la
señora Botella desbordada de alegría por haber hallado ella sola y sin ayuda de
nada la solución a tan descomunal conflicto.- Nos llevamos las calles de Madrid
a un país multicolor donde los pobres no sean tan melindrosos ni quisquillosos.
A los leales concejales
de distrito asistentes al feliz parto resolutorio, se les descompuso el rostro
y se les aflojó la gomina. Agitados como las lombrices (¡que son gusanos!) de
un queso blando, intentaron responderle, pero por más de quererlo, no lograron
recomponerse con presteza de un golpe tan severo. Doña Ana, entretanto, aunque
sólo transcurrieron un puñado de segundos, tomó el silencio de los asistentes
por una admirosa aquiescencia y se dispuso con grandes aspavientos a firmar el Edicto por el cual se trasladan las
calles de Madrid a la lejana Indonesia, pongamos por ejemplo.
En ellos andaba cuando
entró en la Sala de Juntas la ex-presidenta doña Esperanza Aguirre, fiera
neoliberal a quien los prontos de doña Ana ya empezaban a atacarle los nervios.
-Pero mira si serás boba,
Anita –gritó y hasta los leones de piedra de la estatua de la diosa Cibeles, a
los pies del Ayuntamiento, se estremecieron.- Todo se globaliza, Amor, menos la
mierda. Te lo tengo dicho.
-¡Ah! –salió de la boca
de doña Ana un suspito con aromas de anisete- No sabía... que estabas ahí –añadió
mirando a doña Esperanza y dejando de leer el escrito al que el infatigable
Pedro P. daba los últimos retoques retóricos.
-¡Y dónde iba a estar si
so ya cinco días recogerse las basuras!
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