H
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abía una vez un Maestro
Zen, de rostro agrietado y pelo calo -necesariamente un abuelo- que caminaba
campo a través junto a su joven discípulo –que no pariente. A la sombra tenue
de un cerezo pararon a descansar, momento que aprovecho el muchacho para
preguntarle a su Maestro aquello que de tiempo atrás lo traía de cabeza.
-Maestro, ¿qué es el Zen?
–lo oyeron decir el Maestro, los pájaros y las hojas del cerezo, las cuales,
como fibras de un alma sensible, enseguida hicieron sonar su música de viento.
El Maestro no perdió la
compostura ante las atrevidas palabras del discípulo, su preferido. Más bien al
contrario, sintió una gran complacencia que le rejuvenecía y, quizá por ello,
por sentirse de nuevo joven audaz, fue que por respuesta le propinó un severo
puntapié en las espinillas que le hicieron ver las estrellas de los siete
firmamentos.
Por un instante, cuando
sus ojos creían distinguir las Tres Marías, tentado estuvo de devolverle el
desaire, mas fuese por prudencia ante sus propias fuerzas o por respeto a la
figura encorvada del anciano, se contuvo. Achicó de su mente aquel mal pensamiento
y cuantos otros le pudieran servir de compañía, pues no deseaba que nada
endeudase su memoria, ahora nívea como la alta cumbre del Pico del Loto.
D
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e mi pueblo, a los bajos
del Mulhacén, recuerdo un Tonto a quien le gustaba –más que el pan y la leche
recién ordeñada- escribir letras en las aceras. Las copiaba del periódico –el Ideal
o el Patria, tanto da para el caso-, más grandes y más claras. Con un pincel
que mojaba en un tarro siempre hasta el borde de tinta negra de imprenta (lo
cual también es milagroso). Nunca sabía qué escribía, pero, por si acaso, de
cada palabra olvidaba una letra cualquiera y así el presunto mensaje se quedaba
inconcluso, indescifrable, como si buscara el Tonto conservar un secreto que no
alcanzaba.
Yo sentía (mejor decir:
padecía) una afición grande al Tonto de mi Pueblo. Como, bien mirado, casi todos
los lugareños, si bien ellos preferían no pronunciarse al respecto y a mí, en
cambio, me faltaba tiempo para correr a su lado y permanecer embobado, un
pasmarote, mientras lo veía escribir infatigable. Jamás me habló. Me dejaba
estar merendándole y yo sólo procuraba no despistarlo en su laborioso quehacer.
Una vez, no obstante, me pidió un cigarrillo. Pero sin hablar, señalándome con
el pincel el mío ya a medio consumir. Se lo pasé y se lo encendí. Mas debió ser
el primer pitillo que se fumaba pues enseguida, a la primera bocanada de humo
que le penetró en los pulmones, echó a toser lo mismo que un tísico en las
últimas. Entonces, escupió el cigarrillo de sus labios y me lanzó a la cara el
pincel entintado, a punto de dejarme tuerto para los restos. Lo di por bien
empleado. Me lo merecía, pensé mientras le daba la espalda y me alejaba de su
vera por olvidarme a la par de cualquier deseo de venganza.
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