Nada más cerrar el libro (no diré
cuál) sólo se me ocurría pensar: ¿por qué algo tan supuestamente sencillo
necesitaría de una tan larga como tediosa explicación? Pero una vez lo devolví
a su lugar –en mi caso: ahí donde cae y se amontona para desesperación de T.-
fui capaz-no sé- de comprender una simpleza todavía mayor: cerrados,
abandonados a su suerte, todos los libros son iguales. Escoger uno, leerlo,
intentar memorizar su cosa, supone una de las más graves imprudencias que
puedan cometerse. Porque no sirven para nada. Porque los libros, como los
tragos, sólo complacen en su sucesión. Y el último –así no dejan de reconocerlo
los falsos bebedores y los falsos lectores- causa en el organismo un daño
terrible, irreparable. Se lo llame resaca o iluminación. Contemplar un libro
cerrado, una botella de whisky de malta sin descorchar, mantienen en vigor la
esperanza, lo cual, en la mayoría de los casos, resulta suficiente par llevar
una vida insignificante, como debe ser.
Los alcohólicos Anónimos lo saben.
Basta verlos jactarse de su esencialidad. Me llamo fulanito y soy alcohólico.
Mas, no existe una asociación semejante que ayude al lector sobrepasar su vició. No hay –ni siquiera en
la Gran Bretaña- un club de Lectores Anónimos. Me llamo menganito y soy lector.
Ayúdenme. Y si por casualidad lo hubiera o hubiese, no lo duden: alguno de los
asistentes a la dura confesión, uno de entre los más antiguos, se levantaría de
su incómodo asiento y le ofrecería un libro: el que el santo fundador escribió para
contar su magnífica y ejemplar experiencia de regreso a la normalidad.
Si triunfara la propuesta, el recién
converso gritaría al mundo su gran alborozo: Este libro ha cambiado mi vida. Y yo
me pregunto: ¿para qué quiere nadie una vida cambiada; una vida que no es la
propia? Aseguran –tirando para ellos- que los libros ayudan a conocerse. En esto
también son como las copas de rioja o los gin-tonics. Aunque a su favor argumenten
las livianas almas puritanas que los libros te enseñan lo mejor de ti mismo y,
en cambio, los licores sacan tu lado oscuro. Unos al doctor Jekill y los otros a
mister Hyde. Sea como sea, se da por sobrentendido que cuanto consigues
entender de ti leyendo o bebiendo (como si no valieran las dos cosas a la vez)
ya estaba en ti como un estigma. Asi que vuelve a dar igual. Me llamo zutano y
no dejo de ser un mierda.
Un mierda ilustrado o un mierda ebrio.
Todo antes de reconocer la propia y beatífica insignificancia, en cuyo seno una
ignorancia activa, con el libro y la botella a la vista y al alcance de la
mano, atenta a los detalles y no a los fundamentos, va trenzando los jalones de
una vida que jamás dará lugar a la soberbia de una biografía.
Pero no voy a ser yo quien les diga
qué deben o no deben hacer. Lean. Beban. Escriban. Consulten a su sicoanalista o
al cura de su parroquia. Estudien mística zen o atóntense en las madrugadas de
una discoteca. Son lo que son y van en coche hacía allí. Ahora bien, como lo
canta Miguel Poveda, yo les pediría lo mismo: que [mientras] bajen la
musiquilla del coche. Gracias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario