De la nada vacía a la nada
llena. Tan simple como llenar un vaso de agua o mordisquear una aceituna sin
hueso. De la nada a la nada. Un paseo sin paisaje. Sin distracciones. Ni venta
ni arroyo ni árbol ni sombra. El ojo no mira nada y así es como lo ve todo. ¡El
ojo es tan impresionable! Igual que una niña de provincias. Hubo... Había una
vez un poeta raro y olvidado quien, antes de acostarse, tenía por norma sacarse
los ojos. Ponerlos, amorosamente abiertos, en la mesita de noche, junto a la
estilográfica y el paquete de cigarrillos a medias, para que siguieran viendo
las ocurrencias de la noche que el mismo se perdía. Mas, a la mañana siguiente,
con la luz y los cacareos de un gallo vecino, fue a buscar sus ojos, y no tenía
ojos para encontrarlos. Fue un fracaso, pues, su valentía.
Sin embargo, al cabo de
muchos años pudo ver –lo dicen así hasta los más ciegos- la muchedumbre de
consecuencias que aquel idiota proceder suyo, le empezaba a reparar, ya que los
ojos, a su albedrío, siguieron abiertos, como las boticas de guardia y los
confesionarios, mirándolo todo lo que para él era nada. Y guardándoselo, por si
era el caso que algún día, él, tanteando los perfiles de las cosas que lo
cercaban, lograba por fin recuperarlos.
Sin quererlo, aquel poeta
raro y olvidado, al cual algunos confunden con Simónides de Ceos, había
inventado la memoria. Esa mecánica anónima capaz de sacarnos de la nada vacía,
de piscina con hielo, y trasladarnos a esa otra nada llena, satisfecha, que es sentarse
prudentemente, a decir y escuchar nuestros recuerdos.
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