Al morir él, murió su mujer y sus
hijos –niña y niño, para ser concretos- también murieron.
Nadie se sentía capaz de explicar tan extravagante
sucesión de muertes inexplicables, aun cuando los médicos hablaron de una enfermedad hereditaria cuyos síntomas
desconocían. Los juristas, de obligaciones contraídas mediante documento privado
del que en ninguna notaría quedaba constancia. Los ingenieros, por su parte,
ofertaron las aplicaciones de una mecánica intrascendente, propia de los
motores ensamblados en línea. Los poetas, para acabar, se callaron la consigna
que llevaban años elaborando en secreto:
El amor
mata.
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