miércoles, 29 de enero de 2014
lunes, 27 de enero de 2014
APUNTES

Como si los Estados totalitarios
careciesen de un Derecho que les garantiza ser un Estado. Como si el Estado no
fuera, precisamente, la constitución de un Derecho que establece de modo apriorístico
el adentro y los afueras del Estado... que sólo existe gracias a lo constituido
por ese Derecho, etcétera. Como si Hitler, Stalin, Franco –pero a lo mejor sólo
tienen en mente el totalitarismo puro de Idi Amin Dada- no se dotaran del
corpus legal preciso para desde él, claro, legitimarse. Basta, para comprender
lo contrario (y será que si te dan la razón es porque no la tenías antes, como
bien podría apostillar Juan de Mairena), con recordar la última (creo) escena
de Vencedores y vencidos, el filme algo tedioso de Stanley Kramer, cuando el
bueno de Spencer Tracy le suelta el mitin ético al muy atribulado Burt
Lancaster, acusándole de su primigenia responsabilidad en el desarrollo del
nazismo por el sólo aplicar las leyes en vigor. Para que el mal sea banal, como
expondrá años más tarde Hannah Arendt (y El verdugo de Luis García Berlanga de
mejor manera), es condición indispensable que venga reconocido como la práctica
habitual amparada en el derecho vigente. Todo lo demás pertenece a la excusa de
la obediencia debida que no dejan de alegar los militares de menor rango -todos
ellos- cuando las cosas les vienen atravesadas.
En la oposición radical entre el
Estado y los individuos, el Derecho, en tanto constructo cultural, proceso
civilizatorio, regulará los supuestos ‘derechos naturales’ de aquellos
transformándolos en ciudadanos, de modo que queden sometidos a lo que el
Derecho establezca, presentándose a sí mismo como su garantía. Ser ciudadano
significa contar con el amparo del Estado, pero, a cambio, se le ha de entregar
a éste la disponibilidad del Derecho; esto es, el poder de alterar sus
principios cuando así lo requiera ante el menor cuestionamiento de su existencia
como tal. Probablemente, en todo Estado de Derecho crece la ilusión de un Derecho
capaz de llegar a establecerlo como Estado totalitario. En ello andan. Nineteen Eighty-Four. 1984.
El resto es el Mercado.
viernes, 24 de enero de 2014
DECLARACIONES
Escucha
el reproche de los necios: es un título real, nos aconsejaba William Blake tiempo antes de que un
obrar así se transformase en la práctica habitual de cuantos buscan
(¿buscamos?) recuperar la estima de sí mismos por medio del
auto-enaltecimiento. Ni el visionario poeta inglés ni la posterior legión de maestros
de la auto-ayuda –de suyo, un hacerse la paja en mitad del desierto- se dan
cuenta de la única evidencia al respecto: que todos, y uno por uno, podemos
hallarnos, a la vez, en la troupe de los necios y en la soledad manifiesta del
señorío. Depende, la cosa, de quién tiene la voz en esos momentos de (auto) proclamarse
o ser nombrado.
De eso se trata. De adueñarse
de la voz, tronar primero y por encima: de los otros y de cualquier argumento. O
sea, del arte de la Declaración en lugar de la artesanía del diálogo o la rueda
de prensa, pues: ¿qué ha de decir un necio? El ejercicio, la ejecución
preferida del fascista que todo pequeño hombrecito (Wilhelm Reich) alberga:
hacerse con el micro y sumir al resto en silencio o en vociferio de necios.
¿Para decir qué? Tanto da. Concretar importa un comino (triste el rol del
comino en las metáforas). No estamos en una performance y ni siquiera en una
obrilla de vanguardia donde el público actúa sin salario por ello. la
Declaración tiene, necesariamente, los visos de una representación clásica, en
la que ya es bastante la presencia de la estrella protagonista para que así
triunfe el espectáculo. A expensas de lo que diga o no diga, meras referencias
auto-laudatorias de la larga trayectoria que lo ha llevado hasta allí, el éxito
está en que el Declarador (que no declarante) declara y punto... Y el coro,
corea.
Lo más parecido, se me
ocurrió pensar el otro día, mientras –juro que por pura morbosidad- veía al
Presidente del Gobierno, don Rajoy, en la pantalla de televisión, es que, como
en un mal sueño, volvía a encontrarme en la madrileña plaza de Oriente y era el
mismísimo caudillo quien se asomaba al balcón de mi casa. Tuve un rapto, sí, de
lucidez y me eché a la calle. Pero la calle, ¡Ay!, seguía vacía.
domingo, 19 de enero de 2014
DOS VIÑETAS

En El país de ayer,
sábado 18, Tzvetan Todorov destaca acerca de Nelson Mandela: Renunció a la violencia cuando pensó que iba
a poder conseguir lo mismo con otros medios. Lástima me da que, de la otra
parte –la segunda parte de las partes contratantes, al gusto de Groucho Marx- no
pensara igual, porque el buen Mandela se habría librado de unos años de cárcel
sin necesidad de abolir ninguna doctrina Parot. Lo que igualmente resalta en
las actitudes de ambas partes, es que ninguna de las dos tenían prisa. Nunca sabremos
con certeza si el empleo de la violencia habría adelantado (precipitado, dirán
algunos para evidenciar, a su vez, que así no vale) los acontecimientos. Como tampoco,
si habría servido, muy al contrario, para retrasarlos, pues en aquel
pensamiento de Mandela cabe suponer la reflexión previa: a tortas, y vistas las que nos están cayendo, llevamos todas las de
perder. En las peleas, contienda, riñas, quien primero se rinde reconoce,
precisamente, eso: que pierde. No obstante, rendición no quiere significar resignación
–aquí radica la fundamental diferencia entre the oncle Tom y Nelson Mandela- ni
que el otro haya vencido de manera definitiva. Nadie se lo cree. El ladino
Lenin ya lo apuntó con su “pasito pa’lante, dos pasitos pa’tras”. El recelo
sigue poblando las conciencias de los contendientes. Y entretanto, el recurso
(viñeta de El Roto) y el terror (viñeta de Forges) a la violencia continúan
determinando la música entre los enfrentados, a la espera permanente de llegar
o de irse. Ambos albergan la misma ilusión, que, llegada su oportunidad, el
exegeta de turno expondrá, cuando no se precise, invirtiendo el sentido del ‘destacado’
de Todorov: Recurrió a la violencia
cuando pensó que no iba a poder conseguir lo mismo con otros medios.
La cuestión estriba en cómo prepararse
para ese entonces. Estrenarse, bien para encajar el golpe o para propinarlo.
Porque, como una vez le dijo John Le Carre al mismo periódico: Uno tiene el deber, por propia dignidad, de
ver destruidos a sus enemigos.
(a Ritxi, que me aficionó
a las viñetas)
jueves, 16 de enero de 2014
SOFÍSTICA PARVA
-Hablemos de ese concepto suyo: lo
Desfavorable.
-Si se empeña. Pero, antes, dígame:
¿qué quiere usted saber?
-Lo que no sé todavía. Lo que me
espera a la vuelta de la esquina; pues, supongo, lo Desfavorable será un
concepto esquinado o no será.
-Todo
concepto tiene su algo de esquina y su poco de realidad. Lo uno le
permite ampliar su independencia. Lo otro, establecerse y llevar una vida de
apariencia tranquila. Sin embargo, es dudoso que lo Desfavorable sea un
auténtico concepto y no todo lo contrario, aun cuando lo suyo no sea oponerse.
-Esto que dice me provoca una gran
perplejidad. O, si le soy sincero y sencillo: no lo entiendo.
-El concepto se basta y se sobra de sí
mismo para estar entre nosotros. Allí donde dos nombran al concepto, éste se
presenta en su absoluta mismidad, que no necesita justificación alguna. Es, le
digo, lo dado por hecho. En cambio, el no-concepto es, no más, el satélite que ni puede
desprenderse de la luz que le proporciona el astro principal, ni termina de
tomársela en serio; oponiéndose, motu proprio, a remar en la misma dirección en
la fe de así anclar la nave.
-¡De locos!
-Pues eso. Para mostrar lo
Desfavorable se ha de estar instalado, antes, en lo Favorable –pleno concepto-
y andar desprevenido, por supuesto, teniendo como casa propia lo previsto.
-¡Vaya por dios!, señor Dungam (Jacobo
Dungam, judibelga descubridor de los ‘conceptos travestis’, entre otros
hallazgos de mucha desnecesidad), me conduce usted, de la mano, al desaber.
-Será que vino sabiendo mucho.
-Pues, mire, yo creía no saber nada.
-Quizás usted no sea sino un no muy
hábil buscador de tesoros. Un indigente en pos de lo que pueda librarse de la
desabundancia que tiene por matria.
-Tampoco hay por qué ofender.
-Déjeme a mí aire y no se lo tome como
un agravio.
-Sea.
-¿Lo ve? Con ese admitir ‘sea’, usted
se instala en lo Favorable de la situación y cuanto pueda derivarse de ella. Aún
persigue un tesoro, pero cuanto lleva encima le sirve de mapa del tesoro; sus
pertenencias [conceptuales] –pocas o muchas, pero todas cuantas son- las encuentra
pistas para alcanzarlo.
-¡Qué bueno que vaya por el buen
camino!
-La ironía es mala consejera, amigo
mío.
-Perdón, no quisiera...
-No. No venga a tropezar tan pronto en
lo Desfavorable. No se desvíe. Continúe por donde iba. Pienso sólo en que le espera
un tesoro.
-Pues, démonos prisa en acabar con
esto que me entretiene, y dígame, de una vez por todas, que si no ni siquiera
me van a pagar la entrevista, qué es lo Desfavorable.
-Consiento.
-Concrete.
-Malentender el rastro, confundir las
pistas. Tenga en cuenta que yo solamente denomino Desfavorable a la Biblioteca.
Biblioteca Desfavorable. Todos los libros que tengo y no tengo, forman parte de
ella. Todas sus certezas, del mismo tamaño siempre todas ellas, no han hecho
sino confundirme, porque en lugar de olvidarlas, como es el menester de la
cordura, las he retenido, a lo mismo que el mono de mi primo Kafka: para que un
día me admitieran en la Academia, un acabar demasiado estúpido si se tiene en
cuenta que, como lo dice Jaime Gil de Biedma (ya ve, otra lectura cualquiera),
sólo cabe acabar como un noble arruinado
entre las ruinas de su propia inteligencia. Pero es que, noble, uno ya lo
era si arruinado queda por gastarse los cuartos en la Biblioteca.
-Anonadado corro a buscar un barbero y
un cura, que ama y sobrina ya tengo.
-Vaya con dios
Suscribirse a:
Entradas (Atom)