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Pueblo no tiene Pan.
Pues que coman pasteles -contestó la
archiduquesa malhumorada ante la contrariedad que suponía para ella el deber de
pensar en cosas tan insustanciales. Pero los correligionarios, ¡Ay!, le rieron
la ocurrencia -como un coro de perrillos falderos agradece el que lo acaben de
premiar con un hueso al que aún siguen adheridas algunas hilachas de carne a
las que el diente humano no alcanza, ni siquiera en su voracidad extrema- y la
archiduquesa se quedó tan satisfecha.
Cuando el Pueblo lo supo,
también se rió, aunque su risa no fue fresca ni franca ni suponía un rebrote de
su regolaje, hasta el presente dormido por la Hambruna. Porque el Pueblo –en su
ignominiosa desipiencia- a la sazón desconocía, même, la existencia, misma, de
los pasteles, y cuando, a falta de Pan, se veía obligado a, en su lugar, comer
de otra cosa, a lo más que alcazaba era a comerse las uñas, cuya capacidad
nutritiva es más bien poca y estriñe. Mas con tanta Hambre como reinaba en
París y sus alrededores, de lo que sí estaba Harto el Pueblo, era de la
archiduquesa. Así que una buena mañana, nada más despertar y decirle Madre que
hoy tampoco había nada para desayunar, se enrabietaron tanto, que se fueron a
por ella a su Palacio... y como –ya se sabe- el Hambre es mala consejera, allí
mismo la mataron como se mata a los pollos y a las gallinas: cortándola por el
pescuezo en dos mitades.
Que al pedir Pan, por Hambre
acosado,
el Proletario con potente voz,
le conteste mortífero y feroz
el fusil del Verdugo uniformado[1]
.
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ubo un Tiempo –más
allá de cuanto se recuerda y se cuenta: la Edad de los Portentos- en el que el
Pan del día a día lo cortaba y lo repartía el Hombre. El Hombre que a la sazón era
el único dueño de la Navaja. La Navaja con el filo de la piedra aún más antigua
y criminal.
Hoy lo sé un
efecto de la Perspectiva, pero entonces, siendo un niño por crecer, estaba convencido
de que la Silla donde Padre se sentaba a la Mesa, era más alta que las
nuestras, incluso la de Madre. Desde Abajo, pues, lo miraba yo a Padre cortar
el Pan y sólo tenía ojos para ver su Grandura pesar sobre mí.
Padre apoyaba el
Pan –una hogaza dorada por fuera y de un inmenso interior inmaculado- sobre su
vientre. Su brazo izquierdo –la camisa remangada, el vello negro al aire- lo
rodeaba, lo aprisionaba: en el Temor de que la Voluntad del Pan no fuese otra sino
la de escapar de allí, de su Abrazo. En su mano diestra la Navaja refulgía
antes de hundirse en el Pan, como una piedra en el agua mansa. Una vez tras
otra, cortaba rebanadas de Pan y nos la ofrecía a los Hijos, así una recompensa
merecida que, en cambio, la recibíamos como la consecuencia de una grave Enseñanza.
Luego, devolvía
el Pan sobrante a la Mesa. Cerraba con mimo la Navaja. Oraba.
Migas de Pan, las
babas, un Mapa de Ruinas inconclusas, le quedaba sobre la portañuela del
pantalón entreabierta... Y así fue como aprendimos a Amar los Hijos de Padre.
[1] Versión
anarquista de La Marsellesa, muy cantada durante la Guerra Civil Española, aun
cuando eso del ‘uniforme’ choque.
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