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no de los
primeros Milagros del Hijo –y quizás el más relevante por las consecuencias donde
despuntaban ya el Futuro- tuvo lugar una vez que, estando a punto de cruzar el
mar de Tiberíades, se encontró, el Muchacho, rodeado de una inmensa Multitud de
admiradores, fans diríamos en el ahora. Hizo, en su satisfacción, algunas
sanaciones inopinadas: cojos que volvieron a correr; bizcos a quienes se les
enderezaron los ojos; orates que recuperaban la razón y le seguían -¡mira tú!-
y varias cosillas más por el estilo. Pero la Multitud -insaciable cuando asiste
a un reparto- no se iba de su lado. Y pasaban los días. Y aquella gente
innúmera empezaba ya a sentir los efectos del Hambre más acuciante, cosa que
los discípulos del Hijo le hicieron saber de inmediato, a ver ‘qué se le
ocurría’, pues, entre todos –tampoco muchos: doce- no contaban para darles de
comer al resto, sino con cinco panes y dos peces. Oído y servido, como en Cocina. Cogió el Hijo
los pocos panes y los menos peces en sus portentosas manos, alzó la vista al
cielo (así hace aquel a quien las circunstancias le abruman), pronunció el Abracadabra
correspondiente, y, entregándoselos de nuevo a los maravillados discípulos, les
dijo que los fueran repartiendo. Según Mateo, comieron unos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños[1],
y no se sabe si fue que ni mujeres ni niños comieron o que no se tenía –en esos
tiempos- la costumbre de contar con ellas ni con ellos en los catastros.
Los milagros
–aquí conviene un excurso teorético a fin de resituarnos en el contexto- son
fruto de la disconformidad con la ‘situación presente’. A su modo, representan
una –quizás- inconsciente subversión del orden reinante, al menos en ese
preciso momento de la ocurrencia milagrosa, pues bien es verdad que las cosas,
como el agua, luego suelen volver a correr por su cauce habitual o como dios
tiene mandado. Son semejantes al
Carnaval: el lapsus temporal –la noche- en el cual las cosas y las gentes muestran
su revés más favorable. Los milagros contestan, no con la Respuesta acordada
(que los cojos cojeen, los sordos sordeen y los mudos mudeen, aunque esos verbos
ni existan en el Verbo único) sino con el Desatino, el Disparate: Había una vez un Príncipe malo, una Bruja
buena y un Pirata honrado[2].
En definitiva –porque yo estoy harto de pensar con la cabeza y me siento
descabezado-, todo Milagro es una Revolución cuanto toda Revolución es un
Milagro, o no será.
La cuestión –de vuelta
a lo nuestro- estriba en que en este Prodigio del Pan (con los peces de
companaje) multiplicado, no hay Trabajo previo. Por vez primera en la Historia –que
se sepa- los hombres (sin contar a las mujeres y los niños) comieron de oque,
como los bárbaros. Con lo cual el Hijo –a lo mejor sin saberlo ni quererlo; tan
sólo porque es lo propio de los hijos llevarnos la contraria- conculcó las
palabras del Padre acerca de que habrá Pan, sí, para los hombres (sin contar las
mujeres y los niños), pero trabajando, pues, como cantaban Bárbara y Dick: el Pan que te comas luego, tras la faena
sabrá mejor, Facundo.
Por qué no fue
aquel el Instante verdadero en cuyo cumplimiento (si no es término demasiado duro)
se rompiera el Calendario para siempre (aunque entonces no diríamos siempre
sino nunca), es lo que no dejo de preguntarme y maldecir. Suerte que aún conservo
algunos resabios marxianos que, si bien no cierran mi debate interior, si me
alivian el tener que vivir en la interrogante. No se daban las Condiciones
Objetivas. No había Partido que se pusiera a la Vanguardia del Proletariado.
Todo se nos fue
en festejos.
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