Lo confieso: nunca me he sentido
español. Quizá porque era pelirrojo y de piel tan blanca, que ya desde niño,
allá en Granada –donde todos los demás niños eran medio gitanos (faltándoles la
otra mitad para ser buenos)-, se chotaban de mí y, quien más y quien menos, me
decía ‘el irlandés’, ‘curtura’ no les faltaba a los maldicientes. Pero, bueno crecí
-cosas de la genética aquello y esto- y me olvidé de los malos ratos, aunque
seguía sin sentirme español. Bastante tenía con convencer a quien así me lo
pidiera de que yo era granaíno y un mala folla, como para también insistir en
mi españolidad. Tanto que, cuando aún no me gustaba el fútbol (para el que
tampoco valía: había cupo de extranjeros por entonces), preferí creerme del
Barça antes que del Real Madrid. En el Barcelona jugaba Kubala, a quien ‘algo’
me parecía (?). Crecí más (como los irlandeses buscan el sol) y ya estaba yo en
la España de Franco. Una tarde, paseando con mi aire de forastero por las
calles de Madrid cercanas a la plaza de Oriente (no dejaba de ser un cateto),
tuve la mala fortuna de tropezarme con un grupito de españoles abanderados que
gritaban Gibraltar español, y no se
me ocurrió otra cosa mejor que gritarles yo a mi vez: España gibraltareña. Entre una y otra propuesta, no me dirán que la
mía no parece más razonable, al menos por mitad de los sesenta que corrían. No me
dieron porque corrí y corrí y corrí...hasta acabar fuera de España para siempre.
Mientras, me convencí de que, por más de gustarme España: el vino, las mujeres
y hasta los toros (por algo son regalo del Señor), y seguir aquí por mor de la costumbre
y la familia, nunca llegaría a ser un español de los de veras, de los de oír España
y ponerme firme y melancólico a la vez. Y así hasta hoy, cuando ya he aprendido
a vivir como un puñetero errabundo inmóvil. Peregrino en la que se da por
supuesto que debía ser mi tierra.
Ser de algún sitio no es –por mucho
querer creerlo así- un sentimiento propio. Al menos no en exclusiva. Ser de un
sitio es que te reconozcan en él y ahí te sientas amparado. Como en casa. En familia,
aunque parezca que los niños son: cada uno de su padre y de su madre. Y así la
cosa, si en lugar de recurrir a la estúpida metáfora orteguiana de la España
invertebrada (donde reina el consabido temor a que la ruptura de un miembro
conlleve la perdición del cuerpo entero) recurrimos a la de la familia: España
es una familia, llegado el momento en que los niños se quieran marchar de casa
(está mandado y es lo suyo), no será que se rompe la casa, sino que se multiplica.
Hay más sitios adonde ir, como quien dice, sin moverse de la Casa del Padre. La
casa a la que siempre se vuelve. Ya sea porque a los niños (que vendrán) le
hacen falta los abuelos.
Mas primero, y por supuesto, hay que matar al Padre. Asesinar
a la patria. Sentirse a gusto y protegido en cualquier parte. Quasevol lloc.
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