Hoy me levanté de mal humor. Con dolor
de cabeza, por la resaca, y unas irreprimibles ganas de orinar, lo cual ya son
tener ganas, siendo, como son, puro envite de la voluntariedad. Tendré un día
de dentista, pues. O de pagar facturas. O de encontrarme por la calle, rumbo a
un bloody mary reparador: nunca le agradeceremos lo bastante a Fernand Petiot
su invento; decía: encontrarme por la calle al amigo tostón al que le preguntas
¿cómo estás? y te lo cuenta con todo lujo de detalles. Por supuesto, me he negado
a leer el periódico. El Barça no jugó bien. Le regalaron el partido, oí decir a
un jodido madridista desconocedor de que su Real Madrid, luego, empataría,
regalándonos dos puntos, que en la Liga ya suponen una buena herida. He hecho
café para evitar que T. siga enfadada conmigo. No se imaginan cómo se las gasta
T. si no encuentra el café hecho. No es una persona. Si alguna vez se han
tropezado con un basilisco, sabrán lo que quiero decir. Pero, bueno, todos
tenemos alguna manía, la cual mantenemos quizá con la intención equívoca de
salvaguardar nuestro algo de independencia, ese poco de identidad que –así nos
lo creemos- nos corresponde de nacimiento. Pero tras casi cuarenta años de
matrimonio –y no sumo al tuntún-, si de algo estoy convencido, es de que, para
vivir con alguien, lo mejor, lo más conveniente pasa por imitar sus vicios.
Apoderarte de lo peor que tenga él o ella y hacerlo tuyo, pues dado que, quien
más y quien menos, todos nos autoestimamos hasta lo irrazonable, esa es la
mejor manera de sobrellevarlo. No sé si me explico. La verdad es que, aun
cuando me he tomado un par de ibuprofenos (¡cómo echo de menos el optalidón!),
no ando muy lúcido esta mañana. O sea, y por seguir con lo mismo, que si me he
levantado de mal humor, no es, en realidad, porque ayer bebiera más de la
cuenta –cosa siempre imposible-, sino porque trato de ponerme en el lugar de T.
recién despierta y sin haberse tomado todavía el café que la devuelve a su
estado natural. Porque, de suyo –y extremo que debo puntualizar en honor a la
verdad-, T. es pura amabilidad, de modo que al verme tan enfadado como sea que
la imito en uno de sus peores momentos, hará, al contrario, cuanto esté en sus
manos para que se me pase el enfado, la rabieta. Lo cual está entre sus
virtudes más apreciables, pero como queda implícito en lo que les contado
anteriormente, las virtudes del otro no se deben remedar. Parecería una
parodia, y eso en el mejor de los casos
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