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ué ocurre en el interior
del Horno donde se cuece el Pan, es un Secreto celosamente guardado por el fuego.
Todavía hoy es posible encontrar quien esté dispuesto a aclararnos la Leyenda,
según la cual antes de abrir las puertas del Horno se deben rezar tres
avemarías y cuatro padrenuestros.
Entonces –nos aseguró
el Panadero viejo que nos lo contó a nosotros a cambio de nada, sólo de que
creyésemos con firmeza en su Palabra- abres el maldito Horno y lo primero que
ves es a un Demonio que sale huyendo entre las llamas. El mismo Demonio que
luego siempre vuelve para que el Pan se haga –y mientras hablaba no dejó de
persignarse como si quisiera librarse del Humo negro, infernal, que le cubría
el rostro como la tiniebla del trato continuado con un Pecado.
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as únicas pistas
eran unas migas de Pan apenas perceptibles que se habían colado en el sobre y
escapado al rigor de los censores. Por lo demás, la Carta nada me decía de tu
Hambre en el campo donde estabas prisionero. Ni siquiera si eras Tú quien me
escribía o eran Ellos en tu Nombre. Ellos, los guardianes y los dueños de la
finca, que habrían escrito de tu felicidad allí para engañarme, para hacerme
creer que estabas bien, que sonreías cada mañana al despertar y a la noche te
acostabas satisfecho con el día de Hoy, cada día.
Pero aquellas
migajas de pan que saltaron de entre las hojas –donde tu letra se enredaba del
modo de hacerme sospechar que ya no era tu letra- a mis manos nada más abrir el
sobre –con el apresuramiento de quien sólo espera recibir buenas noticias-
tenían un peso grave, un peso que no se correspondía con su minúsculo tamaño,
desproporcionado, inútil, y entonces supe que algo malo te pasaba; que
malvivías al lado de aquella mala gente, y que con el Pan –como una mermada herencia
- trataban de hacerme saber que era yo quien debía escribir el verosímil relato
de tu errancia.
Espero hacerlo
algún día.
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