(primera
versión de Onán)
El estruendo que siguió al estornudo
del joven paticorto –que al andar arrastraba los testículos por el suelo y era
como si arara- despertó de su siesta al Padre, cuyas prescripciones acerca del
silencio que debía reinar en la Casa durante aquellas calurosas horas del mediodía,
estaban inscritas a fuego en la mente –todavía en formación- del muchacho.
Luego –despeinado, con el semblante
afeado y un aliento de fiera corrupia- contempló los mocos desparramados por el
suelo de reluciente loseta catalana y su cólera aumentó como sube el mercurio
del termómetro que las sores hospicianas siguen prefiriendo introducir en el
recto de las criaturas a su cargo.
La criadita se subió la falda, hasta
taparse el rostro, en un vano intento de esconder su vergüenza a los ojos del
Padre. Pero dejó a la vista su vientre descubierto, que el joven, en su precipitoso
refriado, no había terminado de sembrar.
Tú y yo
tenemos que hablar
–oyó que le decía el Padre y comprendió que tenía las horas contadas.
(segunda versión de Onán)
Merendaban. Hacía las seis de la
tarde, los tres merendaban bajo la sombra chica del granado. Hoy no trajeron la
mesa y las sillas plegables como los otros días. Pusieron el mantel ajedrezado
en el suelo, sobre la yerba rala, y en lugar del té y los piononos, habían
preferido para la ocasión: tortilla, jamón, queso y blanco vino. Comían en silencio,
atentos al rumor del agua que corría entre las cañas de la linde del jardín. No
obstante, de rato en rato uno de los tres se refería a la brisa fresca que
empezaba a aliviar las horas y prometía una noche sosegada.
Las campanas de la cercana basílica
del Perpetuo Socorro debían dar los cuartos, el tercero, pero el estruendo que
alargó el estornudo del más joven de los tres que merendaban, sobrevoló por
encima del repiqueteo y lo acalló.
Los mocos del muchacho cayeron de
manera imprudente sobre el mantel. La Madre enseguida se interesó por si estaba
a punto de resfriarse, asegurando que debían volver a entrar en Casa. El Padre,
secretamente indignado, mas deseoso de no romper la armonía de la tarde, que
pese a todo había sido una tarde feliz, le comentó al oído, para que la Madre
no lo oyera a su vez:
Tú y yo
tenemos que hablar.
El Hijo supo al instante que tenía las horas contadas.
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