sábado, 28 de septiembre de 2013

LA TEMPESTAD






(primera versión de Onán)

El estruendo que siguió al estornudo del joven paticorto –que al andar arrastraba los testículos por el suelo y era como si arara- despertó de su siesta al Padre, cuyas prescripciones acerca del silencio que debía reinar en la Casa durante aquellas calurosas horas del mediodía, estaban inscritas a fuego en la mente –todavía en formación- del muchacho.

Luego –despeinado, con el semblante afeado y un aliento de fiera corrupia- contempló los mocos desparramados por el suelo de reluciente loseta catalana y su cólera aumentó como sube el mercurio del termómetro que las sores hospicianas siguen prefiriendo introducir en el recto de las criaturas a su cargo.

La criadita se subió la falda, hasta taparse el rostro, en un vano intento de esconder su vergüenza a los ojos del Padre. Pero dejó a la vista su vientre descubierto, que el joven, en su precipitoso refriado, no había terminado de sembrar.

Tú y yo tenemos que hablar –oyó que le decía el Padre y comprendió que tenía las horas contadas.


(segunda versión de Onán)

Merendaban. Hacía las seis de la tarde, los tres merendaban bajo la sombra chica del granado. Hoy no trajeron la mesa y las sillas plegables como los otros días. Pusieron el mantel ajedrezado en el suelo, sobre la yerba rala, y en lugar del té y los piononos, habían preferido para la ocasión: tortilla, jamón, queso y blanco vino. Comían en silencio, atentos al rumor del agua que corría entre las cañas de la linde del jardín. No obstante, de rato en rato uno de los tres se refería a la brisa fresca que empezaba a aliviar las horas y prometía una noche sosegada.

Las campanas de la cercana basílica del Perpetuo Socorro debían dar los cuartos, el tercero, pero el estruendo que alargó el estornudo del más joven de los tres que merendaban, sobrevoló por encima del repiqueteo y lo acalló.

Los mocos del muchacho cayeron de manera imprudente sobre el mantel. La Madre enseguida se interesó por si estaba a punto de resfriarse, asegurando que debían volver a entrar en Casa. El Padre, secretamente indignado, mas deseoso de no romper la armonía de la tarde, que pese a todo había sido una tarde feliz, le comentó al oído, para que la Madre no lo oyera a su vez:

Tú y yo tenemos que hablar. El Hijo supo al instante que tenía las horas contadas.

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