miércoles, 3 de julio de 2013

PETER PAN EN LA REVOLUCIÓN




…pero antes vete a tomar el aire un instante para no leer nada más acabar de comer*, le aconsejaba su mamá al niño Proust, sabedora de que no sólo los baños repentinos pueden contar la digestión de los adolescentes.

Los adolescentes, éste es el quid de la cuestión, se atreven a cosas que los adultos temen, como bañarse y leer en el rato siguiente al almuerzo veraniego, ligerito pero suficiente, acorde con los ritmos de la estación. Ningún adulto ha aprendido lo suficiente como para asumir que sus advertencias de  adulto suenan resuenan en los oídos de los adolescentes como el clamoroso ¡Adelante! con que el líder del Partido arenga a su tropa justo en el momento de iniciarse la Revolución.

Entiendo las objeciones que ya me estarán poniendo. Los adultos -los padres, mayormente, en su representación- provocan lo que provocan en los adolescentes (a su cargo; o sea, en sus hijos muy queridos), como si dijésemos, por omisión. Niño, deja ya de joder con la pelota (Serrat), y el niño, entonces, sigue dale que le pega a la pelotita, mejorando, incluso, su puntería a fin de que la susodicha vaya, con rosca messitiana o neymaresca, a estrellarse en la desprotegida cabeza del progenitor la progenitora que en ese momento dicta la prohibición. En cambio, el líder del Partido grita ¡Adelante! de manera tan desaforada como performativa. Pero si piensan así, es porque no piensan en lo que piensan. Bien mirado, los padres y los líderes del Partido se parecen tanto, que no erraremos en demasía al considerar que todo padre alberga en su interior un líder, y todo líder es como un padre soltero, ese que no se entera (o no quiere enterarse) de que dejó embarazada a su novia del pueblo en la última de las fiestas patronales.

La única diferencia, de haberla, estaría en que mamá y papá –indistintamente- juegan el partido como titulares, desde el inicio, y en cambio, el líder del Partido (doy por supuesto que comprenden la polisemia del término, empleado aquí no sin doblez) entra como un jugador suplente, cuando ya el rumbo del juego está como deslucido y se impone retomar su dirección para que el resultado sea el conveniente a la causa principal. Lo cual, se parece mucho a esa madre (el padre se ha excusado en que hoy tiene trabajo para dejar a la criatura en manos de la madre) que, luego de un rato de advertencias, harta ya de que el niño la tome por el pito del sereno, grita a su vez: ¡Haz lo que te de la gana!, mas no por ello sintiéndose derrotada, sino, muy al contrario, convencida de que ha vuelto a tomar las riendas de la situación; es de nuevo la lideresa (¡Ay, Esperancita!) de todo cuanto haya de ocurrir después.

Así las cosas, y aunque no les falte razón si creen que todo cuanto les digo lo digo sin mucho fundamento (pero es que estando en los albores del verano también conviene que los discursos sean tan ligeritos como los almuerzos: un gazpacho y una nota a pie de página), se me ocurre, o mejor: aventuraría que las revoluciones empiezan por matar al padre (que es el líder y al líder que es el padre).

Me lo contaba el otro día un amigo de circunstancias: fui al psicólogo (algo que él tomaba como el principio de una revuelta interna) y entre los dos matamos a mi padre. ¿Y?...-fue lo único que me atreví a preguntarle.  Pues que desde entonces me va muy bien. Toma, claro, porque no te han pillado –le solté de sopetón, creyendo que me entendería la gracia. Pero no, no me la entendió. Y en lugar de echarse a reír como yo esperaba, puso cara de circunstancias para sólo con esa cara poder contestarme: Matar al padre es el momento más duro que te puede saltar en la vida.

Por supuesto, me disculpé como buenamente pude. Le dije que me sumaba a su pena. Me callé lo único que he aprendido y he olvidado desde que me hice adulto: luego de matar al padre hay que saber vivir con el padre muerto. O como los adolescentes, sin hacerle el menor caso.
*Por la parte de Swan

No hay comentarios:

Publicar un comentario