…pero antes
vete a tomar el aire un instante para no leer nada más acabar de comer*, le aconsejaba su mamá
al niño Proust, sabedora de que no sólo los baños repentinos pueden contar la
digestión de los adolescentes.
Los adolescentes, éste es el quid de
la cuestión, se atreven a cosas que los adultos temen, como bañarse y leer en
el rato siguiente al almuerzo veraniego, ligerito pero suficiente, acorde con los
ritmos de la estación. Ningún adulto ha aprendido lo suficiente como para
asumir que sus advertencias de adulto
suenan resuenan en los oídos de los adolescentes como el clamoroso ¡Adelante! con
que el líder del Partido arenga a su tropa justo en el momento de iniciarse la
Revolución.
Entiendo las objeciones que ya me estarán
poniendo. Los adultos -los padres, mayormente, en su representación- provocan
lo que provocan en los adolescentes (a su cargo; o sea, en sus hijos muy
queridos), como si dijésemos, por omisión. Niño,
deja ya de joder con la pelota (Serrat), y el niño, entonces, sigue dale
que le pega a la pelotita, mejorando, incluso, su puntería a fin de que la
susodicha vaya, con rosca messitiana o neymaresca, a estrellarse en la
desprotegida cabeza del progenitor la progenitora que en ese momento dicta la
prohibición. En cambio, el líder del Partido grita ¡Adelante! de manera tan
desaforada como performativa. Pero si piensan así, es porque no piensan en lo
que piensan. Bien mirado, los padres y los líderes del Partido se parecen
tanto, que no erraremos en demasía al considerar que todo padre alberga en su
interior un líder, y todo líder es como un padre soltero, ese que no se entera (o
no quiere enterarse) de que dejó embarazada a su novia del pueblo en la última
de las fiestas patronales.
La única diferencia, de haberla,
estaría en que mamá y papá –indistintamente- juegan el partido como titulares,
desde el inicio, y en cambio, el líder del Partido (doy por supuesto que comprenden
la polisemia del término, empleado aquí no sin doblez) entra como un jugador
suplente, cuando ya el rumbo del juego está como deslucido y se impone retomar
su dirección para que el resultado sea el conveniente a la causa principal. Lo cual,
se parece mucho a esa madre (el padre se ha excusado en que hoy tiene trabajo
para dejar a la criatura en manos de la madre) que, luego de un rato de
advertencias, harta ya de que el niño la tome por el pito del sereno, grita a
su vez: ¡Haz lo que te de la gana!, mas
no por ello sintiéndose derrotada, sino, muy al contrario, convencida de que ha
vuelto a tomar las riendas de la situación; es de nuevo la lideresa (¡Ay,
Esperancita!) de todo cuanto haya de ocurrir después.
Así las cosas, y aunque no les falte
razón si creen que todo cuanto les digo lo digo sin mucho fundamento (pero es
que estando en los albores del verano también conviene que los discursos sean tan
ligeritos como los almuerzos: un gazpacho y una nota a pie de página), se me
ocurre, o mejor: aventuraría que las revoluciones empiezan por matar al padre
(que es el líder y al líder que es el padre).
Me lo contaba el otro día un amigo de
circunstancias: fui al psicólogo
(algo que él tomaba como el principio de una revuelta interna) y entre los dos matamos a mi padre. ¿Y?...-fue lo único que me atreví a preguntarle.
Pues
que desde entonces me va muy bien. Toma,
claro, porque no te han pillado –le solté de sopetón, creyendo que me
entendería la gracia. Pero no, no me la entendió. Y en lugar de echarse a reír
como yo esperaba, puso cara de circunstancias para sólo con esa cara poder contestarme:
Matar al padre es el momento más duro que
te puede saltar en la vida.
Por supuesto, me disculpé como
buenamente pude. Le dije que me sumaba a su pena. Me callé lo único que he
aprendido y he olvidado desde que me hice adulto: luego de matar al padre hay
que saber vivir con el padre muerto. O como los adolescentes, sin hacerle el
menor caso.
*Por la parte de Swan
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