LA MOSCA COJONERA |
La ignorancia es atrevida. Expresión familiar
mediante la cual [pretendemos] desarmar los argumentos del Otro –aquel que nos
lleva la contraria- cuando incluso ha dado en el clavo, hecho que atribuimos,
mejor, a la casualidad –de mil veces fallaría novecientas noventa y nueve- en
cuanto no nos provoca el deber de cargarlo a la cuenta de su más que dudoso
conocimiento sobre aquello de lo que andábamos hablando y en cuyo saber
nosotros y no él, somos los únicos doctores.
Por nada del mundo reconoceríamos que
los límites del saber no se los autoimpone éste, sino nosotros: sus supuestos detentores.
Ahí donde nuestro saber acaba, damos por supuesto que acaba igualmente el saber
en sí. Y más allá sólo hay leones (como si esto fuese poco), un pasaje inhóspito,
inhabitable, al que nada más huella el error, la equivocación.
Porque la ignorancia proviene
necesariamente de la parte del Otro, y si acaso, en ocasiones malhadadas, es
que –por decirlo de manera coloquial: nunca se nos va de la cabeza que estamos
con/contra un ignorante- se pone de nuestra parte, ello no supondrá sino una
duda razonable, un escollo que enseguida nuestra razón poderosa resuelve, o
será que por hablar con alguien de suyo zote, de aprendizaje lento si factible,
nos hemos dejado arrastrar –en algún momento condescendimos inconscientes- por
una corriente que nunca –jamás de los jamases- estará en el mar de la ciencia
donde nadamos.
En la oración: la ignorancia es atrevida,
la ignorancia hace de sujeto y atrevida funciona como el atributo
a destacar de este sujeto. Pero ¿puede la ignorancia ser un sujeto real? ¿Un
sujeto de carne y hueso –por qué no- al cual dotar de atributos sin por ello
darle una significación concreta que al momento lo extrae de lo ignorado; saca a
la ignorancia del territorio informe de ella misma? Como no sé si se puede o
no, mas en tanto así lo percibimos con la licencia del lenguaje –hablar del
habla y no de lo que el habla habla, aunque esto suponga apiñarse, inmodestos,
con el docto Agustín García Calvo-; por cuanto, entonces, percibimos el cuerpo
de la ignorancia, bien que desde el exterior su exterioridad (acaso como por costumbre
miramos todo lo femenino) y no para decir –ahora pasados al lado del sobrio
Wittgenstein- que de aquellos de lo que no se puede hablar más vale hacer mutis,
sino –recurriendo a la ‘objetividad’ subyacente que nos obliga a identificar al
sujeto (de la oración) ‘la ignorancia’ con el más convincente y sólido ‘un sujeto
ignorante’- decirle a éste último que sea él quien se calle, como el tal Juan
Carlos al parlanchín Hugo Chávez.
Hay dos
mentiras fundamentales: la del que declara digo
la verdad y la de aquel que afirma no
puedo decir nada
(Jacques Rancière) Dos mentiras fundamentales, fundacionales, y un solo
mentiroso verdadero. El que sabe. El que dice: digo la verdad, dice a la par: no
puedo decir nada (probablemente: nada más). El Otro, en su ignorancia -supina,
negligente- ya está inmerso de por sí en el vasto predio del silencio. De modo
que cuando este ‘sujeto ignorante’ habla también, finalmente, en realidad no habla
–porque si lo hiciese repetiría cuanto ya está dicho-, tan sólo manifiesta ese
atributo suyo: ser atrevido, el cual, no obstante, lo que a su vez evidencia es
la ignorancia que, a buen entendimiento, le fuerza a no hablar o al menos, a no
exigir ser escuchado, como a los niños chicos.
Pero tanto el sujeto ignorante como el
niño chico –ahora que hemos dado con él-, aquel desde la ignorancia y éste
desde la inocencia –que como las palomas lorquianas: la una era la otra y las dos eran ninguna- gozan de la suerte
intrínseca de no ser nada o de ser nada más que aquello que se le atribuye: el
atrevimiento, que así –sin nadie quererlo y, por tanto, nadie poder obrar por
evitarlo- se constituye en el término privilegiado de nuestra oración: La ignorancia es atrevida.
El atrevimiento, que no tiene arte ni
parte en la esencia del ser –pues el ser es su conformidad con el ser- ; en
cambio, se presenta, entra en escena, estalla, como la mera propiedad (?) del
no ser –lo impensable en la óptica de lo probado-, válida y suficiente para
dotar al ‘atrevido’ del poco de realidad
(André Breton) imprescindible en el estar, a lo de menos. Así las cosas que no
alcanzan, todavía, ‘el estado de las cosas’ –ni dios lo quiera-, quizá se logra
saltar de lo dado a lo posible sin las cortapisas conque el conocimiento -la
verdad que sólo lo es en un tiempo y un lugar determinados por él mismo- se autorregula
y defiende su primacía frente a lo otro; frente a lo que la ignorancia no puede
hablar pero si se atreve a adivinar. Porque ¿no
será este método vergonzoso de la adivinanza el verdadero movimiento de la
inteligencia humana que toma posesión de su propio poder? (Rancière). El
día que los
débiles se pondrán a pensar sobre la primera letra del alfabeto y echaran a
rodar hacia la locura. (el niño Rimbaud)
Nota.
De imprescindible lectura, a la falta de otro menester más complaciente, para
este tórrido verano: Jacques Rancière. El maestro ignorante. Ed. Laertes,
Educación. Arthur Rimbaud. Iluminaciones. Colección Visor de poesía.
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