Conejo Funámbulo |
A cualquiera le acostumbra la
presencia de un gato en casa, lo mismo que si se pasa del día a la noche
dándole mimos a su perrito coscón. Hace sólo unos días, paseando, ojo avizor,
por la Cuesta de Moyano –un lugar de encuentros que aún queda en Madrid- me
sorprendió el escueto título de un libro al que enseguida destaqué entre los
demás: Mi Búho. Nada más cogerlo, pensé
en la confianza de su autor sobre el posible número de aficionados a los búhos,
tantos, pensaría que habría, como para dedicarle a los mismos nada menos que un
libro sin más promesas que la de llegar a saberlo todo acerca de los búhos, así
en general, y en particular, cada uno sobre el búho que supuestamente tendría
en casa, a lo probable, interponiéndose entre él y su esposa, encargada, por su
parte del cuidado de los hijos en un acordado reparto de tareas domésticas. La cosa
de rodearse de animales, animalillos, bichos de toda especia, parece, en
efecto, algo común y habitual en estos tiempos en que hay hasta quienes adoptan
niños de muy lejana procedencia, por aquello de tener hijos exóticos, digo yo
que será. Pero bueno, al margen de esta desconsideración hacia los buenos
adoptadores, la cuestión es que se amparan por igual perros que gatos, búhos,
caballos, boas constrictor, caimanes, lores, iguanas y hasta virus y piojos,
quizá como antídoto generoso contra tanta aplastante soledad que se da al
cerrar la puerta de casa.
Por ello, tampoco debe extrañar si un
día oyes hablar de un amigó común a quien le ha dado por hacerse con un pájaro de las indecisiones, un centauro errático, el último de los cisnes eróticos, una delecta celosa o el célebre depredador asiático, por citar sólo
algunos de los bichos (categoría que sólo muestra indecisión al respecto de los
animales que nos son extraños) que alguien a quien, hasta el presente, tenías
por un sensato, maduro, aun cuando algo dado a niñerías, como es esto de
escribir de bichos, escribir poemillas tan ligeros que se deshacen, y eso que
tiene aspecto de abogado de los Tribunales, vive (vivía) en Málaga y estaba
protegido por los ángeles hasta el punto de quedar, una vez, 1989, finalista
del Premio Nacional de Literatura, lo cual es casi preferible a ser el ganador
absoluto, pues los segundones nunca a las tan malas envidias.
Es el caso -pues no vayan a creer que
les estoy mintiendo, que aprovecho la ocasión para endilgarles una invención
mía- de Rafael Pérez Estrada y su
magnífico Bestiario de Livermore,
compuesto a mano e impreso en la imprenta Dardo, antes Sur, de Málaga, el día
20 de diciembre de 1989, estando la edición al cuidado de su autor y contando
de 250 ejemplares.
No crean, pese a todo, que la nómina
de animales y bestias que Rafael nos regala en el Bestiario de Livermore es tan
estrafalaria como, a tenor de los nombres con que los bautiza, nos pudiera
parecer. Basta con mirar en cualquier enciclopedia para comprobar lo errático
que andábamos, pues ahí, en la enciclopedia más sesuda y contrastada, es
posible darse también de bruces con la Nigella damascena –que se planta, la
Noctua pumila, el Paleamos squilla –que es como le dicen al camarón fuera de
Cádiz-, la Synallaxis sórdida –qué hará en sus ratos libros este animal para merecerse
tan desalentador nombre-, o la Calliphora vomitaria –de fácil encuentro en los
retretes públicos de algunas grandes urbes. Ante tales nombres de rancia significación,
poco nos ha de extrañar un Niño pájaro si nació de la Mujer loro; un Toro
místico si se escapó de un poema lorquiano; la Ave de la metamorfosis si es
pariente del mismísimo Frank Kafka.
Lo que sí distingue a los animales de
Pérez Estrada son sus quehaceres cotidianos. Mientras un bicho cualquiera sólo
se plantea –y…- la perpetuación de su especie: comen y follan la mayor parte
del tiempo, no deja de sorprender que, al lado, sobrevivan otros que se
alimentan de los huecos y vacíos que los
bañistas causan al nadar; otros con la imaginación suficiente, pero
angustiada, para conservar en ella el paraíso perdido. Que haya bestias capaces
de volar paradas, de luchar con el atributo de lo masculino, de vivir en los
corazones de quienes añoran los días de
lluvia tras los cristales de las habitaciones solitarias o de denunciar las intrigas amorosas con las que algunos
jóvenes, en exceso vehementes, intentan alterar la paz doméstica en la casa del
rey.
En fin, un auténtico muestrario de ‘monstruos
afables’ con los que podrán solazarse los días de más calor de este largo
verano que ya padecemos, lejos, muy lejos y a salvo de esos otros ‘monstruos desagradables’
como son los que pueblan los periódicos. Mosquitos del género de los
phlebotumus.
Nota. Como
casi con seguridad les será imposible hacerse con un ejempla de el Bestiario de
Livermore, les recomiendo que, en su defecto, pasen los días jugando con sus críos,
antes de que ellos se conviertan también, por su descuido de ellos, en unos
bichos raros, raros, raros (el papá de Julio Iglesias). Aquí quería llegar.
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