¿No encuentran absurdo -absurdo y algo
estulto- el hecho de que en los libros de cocina, los cocinarios (palabra
novedosa y prometedora), ya en sus inicios; previo, incluso, a la filiación del
volumen, se nos advierta y amenace con grandes y severas penas caso de caer en
la tentación de reproducir, almacenar y/o plagiar, por cualquier medio, ya
sea manual o mecánico, una parte, o el todo, del contenido de estos libros?
Y lo mismo podría decirse de los llamados ‘libros de texto’ -como si los demás
viniesen en blanco-; los manuales de sexo compartido y los compendios gimnásticos.
De los libros con consejos para un sano adelgazamiento y con recetas avaladas para
la automejora y la autoestima. Acaso, incluir igualmente los mapas de carreteras
y las guías turísticas de países limítrofes al propio, que a los demás, ir sale
muy caro.
Sepan, no obstante, por si les ayuda a
comprender a lo que se arriesgan de persistir en la costumbre de ‘memorizar la
lectura, lo ocurrido a Marta María Maduro, hermosa ama de casa de origen venezolano,
a quien se le cortó la mayonesa de forma irresoluble el día que tenía invitados
a comer, mas no por encontrarse, ese fatídico día, afectada de la Regla (como
es de general sabiduría que puede suceder), sino porque, deseando sorprender a
los comensales con una mayonesa inextricable, siguió al pie de la letra, con
fidelidad extrema, los gongorinos algoritmos del recetario de Ferran Adrià. O
lo acaecido en la cama del matrimonio Sánchez González, una vez presintieron
que el uso habitual de la misma ya no satisfacía sus expectativas y, antes de
separarse –medida radical que los dos deploraban, sobre todo por el ‘qué va a
ser de los niños’-, decidieron probar una de las funambulescas posturas leídas
en el añoso Kama Sutra. A él, se le quebró la espina dorsal, y a ella: mejor ni
contarlo, pues ni los médicos del equipo forense trasladado al lugar de los
hechos, lograron ponerse de acuerdo en la conclusión. Pero el caso más patético
–por cuanto afecta al destino- lo constituye –sin ninguna duda al respecto- el
de Agapito Matacanes. Era, Agapito, un muy estudioso opositor a notarias. Se
sabía el temario de cabo a rabo, sin saltarse ni un punto y seguido ni
solventar las comas con un ligero suspiro para enseguida retomar el asunto, como si fuera que se hubiese
olvidado del hilo de la cuestión de la cual peroraba. Llegó al examen, así
pues, convencido de superarlo con la nota más alta. Sortearon los temás –tres
les dieron para escoger- y él se quedó con uno cualquiera. Enseguida se puso a
escribir al dictado de su inquebrantable memoria. Mas apenas si iniciaba la segunda
línea de su escrito, vio de refilón –tal que si bizqueara- cómo la primera se
borraba; al pasar a la tercera, desaparecía la segunda y así sucesivamente
hasta el final de los diez folios que pese a todo escribió y por las dos caras,
pero sin poder hacer nada por evitar tan tremendo y continuado descalabro.
¿Qué pudo pasar?, se seguía
preguntando Agapito Matacanes muchos años después, todavía de mequetrefe sin
oficio ni beneficio, pues sobra comentar que a causa de aquel mal inopinado de
la letra, suspendió el examen, se quedó sin novia cuando ésta supo que ya no
iba a ser la esposa del notario, y nunca en la vida jamás volvió a aprender
nada de memoria, pese a intentarlo con el ánimo, primerizo, de hacerse
registrador, luego secretario de juzgado, oficial administrativo del Ministerio
de Justicia, ordenanza del mismo y, cuando ya no podía peer más alto, hasta
intentó aprobarse de Guarda Jurado, siempre con el mismo y nulo éxito. Pues
pasó, aunque Agapito no vaya a enterarse tampoco porque yo se lo diga ahora,
que sufrió la maldición del copyright que algunas editoriales de dudoso
prestigio incluyen, tan secreta como maliciosamente entre las páginas de los
libros que venden a un público todavía deseoso, sobre todo, de demostrarle a
los demás sus amplios conocimientos adquiridos, extremo que, como ven, les está
vedado por la ley.
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