Cuenta Luis Alberto de Cuenca de su mala
suerte, el día que lo pilló su novia en la cama con la muerte, pues al verlos a
los dos tan junticos y enlazados, enseguida comprendió, la pobre, que aquel
amor de su novio el traidor, era uno de esos amores de para toda una vida, me
pasaría contigo, etcétera.
Un nonsense que muy bien podría haberlo
pergeñado el mismísimo Lewis Carroll, si el Reverendo Charles Lutwidge Dodgson
hubiera como hubiese gastado de novia oficial en lugar de decantarse por los amoríos
fugaces (instantáneas) de las prodigiosas niñitas que tanto le encandilaban.
Pero no es mi intención deconstruir el sin
sentido de las circunstancias en que se viera atrapado por su descuido el
insigne vate de Cuenca (y no conquense). Le pasó lo que le pasó, y basta. Me lo
creo, aun cuando no me libre de la sospecha de si no será que la realidad del
suceso la dicta la fácil rima de suerte con muerte, la cual hace inexcusable el
adjetivo mala: mala muerte y mala suerte, siempre y a cualquier hora.
No entiendo –y de ahí mi interés- por qué –estando
tan clara como la clara del huevo, de la mala muerte la mala suerte- precisa
Luis Alberto (permítanme la confianza) meter a su novia en el asunto, haciendo
con ello que su mala suerte sea todavía más mala, incluso peor, la peor de las
suertes.
No lo entiendo, mas tengo previsto cómo
quiero cerrar este absurdo, de modo que, llegados hasta aquí, más vale concluir
que si ya es malo morirte lo es todavía más si le pillan muriéndote. Vamos, que
la cosa es tal y como les digo: que ni siquiera en una ocasión tan propia te
dejan estar solo. Solo con quien más quieres de este mundo: a ti mismo.
¿Acaso trata de decirnos que el gran Luis
Alberto de Cuenca, el excelso autor de Necrofilia, ¡maldita sea!, ese día tan
grave se la andaba meneando?
Probablemente, Amor. Probablemente.
Ya es buena suerte
Tu novia que se queda
De viuda alegre.
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