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as Leyendas acerca del Pan –su Origen
y su Naturaleza axiomática- son múltiples y variadas. Van de un extremo a otro
de lo imaginable, cogiendo de aquí y de allá, como los ríos que hacen de su
recorrido un capricho indispensable. Así, por ejemplo, en La Alpujarra todavía
queda quien insiste en que el Pan lo inventaron (sic) los Moros huidos de
Granada y venidos a refugiarse –cual bichos acosados- en esos riscos
inaccesibles a la Fe cristiana, incapaz de mover montañas. Motivo por el cual
–sostienen no se sabe bien si con hinchada credulidad o con ese sentido del
Humor tan misterioso de los alpujarreños- el Pan se presenta marroncillo por
fuera y blanco por dentro, tal y como piensan que eran igualmente los moriscos.
Y como estos, de roce áspero e inaconsejado, mas cuando a la noche desfallecían
ya en el recuerdo de las lágrimas que a Boabdil (quien dicho sea de paso: ¡qué
mala Madre tuvo el pobre Chico) le provocó la pérdida irremediable de la Bella
Alhambra en el lugar que llaman El suspiro del Moro, se vuelven del revés y
adquieren un acariciar tierno, suave, remolón; semejante a aquel sentido por
las mejillas al descuidarse sobre un almohadón relleno con el vello apenas
insinuado –sólo al Sol de través se ve- de una Camada de Adolescentes.
Sin duda, el Cuento es Hermoso, pero
como todo lo Hermoso: un Cuento.
E
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l Pan y el Vino o el Bienestar en la
Cultura[1]. Los
rudimentos de un Estar que niega –y reniega, requeteniega- la siempre falsa compostura
del Ser. El Vino –dicen- acorta la vida. El Pan –aseguran- la alarga.
Equilibrada pareja para facilitar que esto de vivir tenga la duración medida
que a todos y a ninguno nos interesa.
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