Las metáforas abren la comprensión
y por ello que haya lugares donde se las conozcan y se las llame llaves del
entendimiento. Mas las llaves tanto abren como cierran; descubren y destapan
como encapotan y restañan llegado el caso, y en consecuencia, en otros lugares,
quizá en regiones arcaicas donde la tradición perdura en toda su viveza
antigua, se las tiene por las fieras guardianas del secreto: sibilas
irreductibles.
Confía tu secreto a una metáfora
–advierten allí los lugareños- y tú échale migas al olvido, duerme como un
bendito la blanca placidez de tu desmemoria. No obstante, sucede en ocasiones
que la práctica de esta recomendación absoluta trae consigo funestas
consecuencias, pues con mayor frecuencia de la debida, la confianza en la
ceguera interior de la metáfora acaba sepultando su original encargo bajo un
manto de preciosos significantes, tras lo cual, y sin poder uno obrar para
impedirlo, acaban mirándose a sí mismas verdades concretas y exactas como
conceptos, mientras el mundo real o la cosa otra que con celo tan desmedido escondían,
retornan ilusiones, esperanzas sin cuerpo ni alma, pura chafalonía fundida en
la feria terrenal de las vanidades.
El particular y privado universo de
las metáforas –en realidad cada una de ellas se quiere sin dudarlo uno de
aquellos- está regido por una estricta taxonomía capaz de mantener ordenadas
las metáforas en razón de su preciosismo y rigurosidad, pese al decidido tenor
personal que tales reservas ofrecen. En la parte más baja de la tabla, rozando
el lastimoso suelo, se arrastran las metáforas de los poetas, culpables, casi
por norma, de no mantener sus promesas hechas al calor de la desmesura. En lo
más alto, casi rozando el alto cielo, nadan (sic) las llamadas metáforas de
honor, osadas hasta prometerlo todo, como ya cabe todo en "el cuerpo de
cristo" o en el "apártate, cuate, que ya nos viene la madrecita
revolución" con que los católicos se rasgan la voz para rehuir cualquier
atisbo de canibalismo y los atrabiliarios villistas de antaño y los zapatistas
de ahora mismo arrastran a un público de natural calmoso y apocado que crece en
el interior de las cantinas.
De las metáforas de los poetas, o
metáforas poéticas, está dicho cuanto se puede decir, y entre ello sobra tanto
como tanto de lo restante les basta y le sobra, pues es el caso que el
entendimiento de cualquiera de ellas se realiza mediante la sustitución. Esto
es, cada quien enfrentado a una metáfora poética la permuta por otra semejante
y propia. Sin contenerse por el desacierto, haciendo caso omiso de las veracidades
que puedan encerrar aquella y ésta. Tanto da, supone un poeta cuyo primer gusto
es el mar, que sus pechos sean blancas gaviotas en la orilla de una playa
abandonada, como, para otro enamorado de
los oasis del interior seco, gacelas recortadas sobre un paisaje de doradas
palmeras.
En cambio, de las metáforas de
honor ¿qué sabemos? ¿Sabemos algo? ¿Lo que sabemos, poco o mucho, podemos
decirlo en alta voz sin delatarnos?
Comprometer el honor significa
comprometer lo más grande de uno mismo. Ahora bien, como en ningún momento
decimos qué parte [parte concreta] de nosotros mismos comprometemos, si la cabeza,
una mano o una pierna, el patrimonio familiar, la felicidad futura, raramente
las metáforas de honor pasan de ser una apuesta que, llegado el caso, casi
nadie se atreve a cobrar, a sabiendas de que con ello también perderían su
honor al instante.
Se observa en el ajedrez, juego
honroso donde los haya. Por ejemplo, en el hecho de que las camisetas de los
peones no luzcan publicidad alguna, ni siquiera la de una causa noble y justa y
por la cual en lugar de cobrar se paga. En que las torres no icen banderas del
club correspondiente. En que los espectadores, además de la distancia, guarden
un respetuoso silencio mientras dura la partida. En que la reina, pese a su íntimo
deseo, no luzca lujo alguno y que los alfiles, a más de guardaespaldas
–caballeros de entrega probada- de Su Señora, semejen reducidos bufones de una
corte decadente. Pero, sobre todo, puede verse en el ajedrez como metáfora del
honor en juego, la noble distinción de los contendientes cuando, al final, llegado
el apesadumbrado momento del jaque mate, el rey victorioso no obliga al rey
vencido a abandonar el tablero donde los dos eternizan sus cruzadas miradas.
Como si la cosa, en realidad, no
fuese con ellos. Como si entre ellos reinase una profunda amistad que los
hermana contra el falso destino de la frágil condición humana que, mientras
tanto, ha estado perdiendo el tiempo en
vanas trifulcas que al cielo no complacen.
(no sé a qué
viene, pero me gusta)
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