Si a mí me tocase, no me dejaría.
Con toda la fuerza del pueblo en armas, correría a impedir mi posible
clonación. Dejar en manos del hombre viejo la llegada del hombre nuevo, lo
encuentro, cuanto menos, un grave error de cálculo. No más el hombre (sic)
cobró conciencia de su participación en la procreación, la volvió decisiva y en
ese preciso momento comenzó nuestra desgracia.
Por supuesto, en mi rechazo a ser
clonado (ni que te fueran a elegir) no hay ninguna apreciación ética, moral,
religiosa, ¡válgame dios!, sino todo lo contrario. Me explico por si alguien
quiere escucharme y compartir conmigo el infortunio de haber llegado hasta aquí
demasiado tarde. La clonación guarda, en su trasfondo, muchas semejanzas con
eso a lo que llaman ‘la resurrección de la carne’. Vamos, que de algún modo te
mueres y en otra parte sigues siendo tú igualito a quien ya eras. Y ahí está la
cuestión: que yo no quiero seguir siendo quien ahora soy; como ahora soy.
Viejo, achacoso, maniático y apenas si viviendo del recuerdo de gente que sí se
ha muerto de veras, para siempre. Caso de reparárseme, pienso que, a lo sumo,
me quedaría igual a como ya estoy: con ganas pero sin fuerzas. Esto me lleva a
un temor más grande aún del cual leí una vez en La guerra del cerdo de Adolfo
Bioy Casares. Allí, los jóvenes se dedicaban a matar a los viejos porque sí,
porque por ahí les había dado. Entonces todavía no existía la clonación; imaginen
ahora que es un hecho y los jóvenes pueden fácilmente ser doblados en su idiota
juventud (lo escribo así por adelantarme la venganza. No será ya que nos maten:
nos asesinarán de la forma más alevosa posible, pues con toda seguridad le
hemos dado motivos para ello.
Mirándolo
desde otra perspectiva -porque eso de que los jóvenes vayan a librarse de sus
viejos (con pensión) en sus actuales perspectivas socio-económicas me parece un
despropósito-, no hallo ninguna novedad real en esto de la clonación. Ya está
en el Génesis. ¿O acaso no fue que dios creo a Eva aprovechando el ADN de la
costilla de Adán? Pero, por suerte, de esa nos libramos. Gracias a dios
-¡bendita sea la paradoja!- el pecado de Eva (y de Adán si, al decir de Juan
Larrea, en vez de
atenerse a las indicaciones de Dios, se inclina hacia las insinuaciones de su
compañera. Es decir, prefiere satisfacer la seducciones de la carne de su carne
a los dictados del espíritu de su espíritu) nos sacó de aquel paradisiaco
aburrimiento y nos metió lleno en este mundo de fatiguitas donde el parto es
doloroso y el follar milagroso, para contrarrestar. Mas, aparte de que la
ecuación no es justa y ellas estén en su reparo, lo cierto es que, pese a todo, bien que vivimos
por gozarlo.
Llevamos
un mundo nuevo en los corazones, afirmaba el bueno de Buenaventura Durruti. Pero no me dirán
que esa sola mención del corazón no lo deja casi todo en manos del azar. Y a la
ciencia, por muy humana, en cambio, si algo le falta es precisamente corazón.
Un órgano de suyo inclinado a la chapuza (¿la revolución?) cuando se trata de
solventar los avatares que normalmente nos salen al paso. Más allá es problema
de los dioses, como le advirtiera la bala del 9 largo que le atravesó el pecho
al otra vez cien veces bueno Buenaventura Durruti.
Cuando
termine la muerte,
si dicen:
"¡A levantarse!",
a mí que
no me despierten.
(…)
Que yo me conformo siempre,
Que yo me conformo siempre,
y una vez
acostumbrado
a mí que
no me despierten
(Manuel Alcántara)
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