Hoy
lo vemos de otro modo, pero hasta ayer mismo las fechas no nos importaban en
absoluto. El día, la hora, el momento exacto siempre estaban por venir, y a mayor
gloria de nada: nunca acababan de llegar. Nos bastaba, con estirar desde las
afueras del presente para que nos pareciera un tiempo sin límites, o como al
horizonte, los siguiésemos viendo allí donde tiene que estar el tiempo. Ni
lejos ni cerca. A salvo.
(Ésta
no es una historia verdadera, claro que no. Ninguna lo es. Nadie sabe lo que
puede un cuerpo (Spinoza) y, además, queda permanentemente pendiente la firme
promesa de que los cuerpos resucitarán recompuestos un día cualquiera, tiempo
al tiempo. Ésta no es una historia verdadera, se advierte, mas no por ello deja
de ser una historia pretenciosa. Caso de ser verdadera precisaría presentarse,
abrirse tan desinteresada como la lectura de un poema o la contemplación
desinteresada de una obra de arte. Algo así como un Gran Bazar donde el género está
apilado en completo desorden, y quien compra una mercancía se lleva todas a la
vez, pues en aquella en la cual se fijó, puso el corazón y la cabeza. Más tarde,
sale del Lugar convencido de echar a andar, cuanto le reste por andar, con el
corazón satisfecho y la cabeza ligera de otros pensamientos.
De
modo que, a lo mejor, nos estamos equivocando llamando a esto que tienen entre
manos y parecido a un escrito en su estructura, una historia, nuestra historia.
El hecho de estar presentes en ella y que ella, a su vez, se encuentre instalada
con firmeza en nuestra memoria, ¿nos da derecho a considerarla historia y a
considerarla nuestra?
Al
menos obramos con la debida cautela al denominarla pretenciosa.)
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