Con unos primeros padres que, ¡maldita sea su
estampa!, la que liaron, las Sagradas Escrituras (sépanlo de una vez por todas: hay unas escrituras sagradas y el resto
no. Harold Bloom) se debieron reescribir desde las notorias imposturas de
dos hermanos: Cain y Abel, a los que la fatalidad terminará enfrentando porque
así lo requería la Historia, incapaz de salirse de su cauce
hasta anegar el territorio.
Que uno se dedicara al cuidado de las alocadas
cabras y otro al cultivo
de las apergaminadas panochas, no le bastó ni sobró al buen dios
para dejarlos vivir en paz y armonía, como transcurre la vida consecuentemente
con eso que,
eufemísticamente, se dice ‘sentir una envidia sana’.
No. Había que dejar bien sentado –atado y bien
atado, ya saben- que en el mundo hay buenos y los hay que son como el mismísimo
demonio, pero que, a la noche, como en las películas, siempre acaba el bueno
matando al malo. Entenderán si ahora les confieso mi preocupación al respecto:
no puedo dejar de pensar en Antonio
(Sevilla 1875 – Collioure 1936) y Manuel
(Sevilla 1874 –Madrid 1947) Machado.
Por orden alfabético.
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